Al Príncipe Harry le quedaba el saco, y a su esposa Meghan todavía mejor. En el más reciente capítulo de South Park, la brillante y despiadada serie satírica animada, un pelirrojo y barbado príncipe de Canadá (título que en estricto sentido podría ostentar Harry) y su consorte morena y elegante se dicen ávidos de que su privacía sea respetada.
Para defenderla, se plantan en un estudio de televisión con pancartas y un megáfono. Insatisfechos con el resultado –y siempre con megáfono y pancartas–, los príncipes activistas emprenden la gira mundial que da título al capítulo –The Worldwide Privacy Tour–, con todo y jingle pletórico de coplas sobre el derecho a la intimidad.
Cuando han agotado el (y al) planeta –en su lucha por la privacía han llegado hasta el outback australiano y ahuyentado a los canguros con su escándalo– recalan, con despliegue de fuegos artificiales, en el poblado de South Park. Ahí aprenderán una lección edificante: lo importante no es construir una “marca personal”: lo que cuenta es lo de adentro. (Al asomar el príncipe al interior de su amada y repetir esas palabras, su voz retumbará en el vacío.)
No sólo el capítulo resulta demoledor (y desternillante) sino que la identidad de los Duques de Sussex permea casi cada cuadro: desde la parodia de la portada del libro de memorias de Harry (aquí titulado Waaagh) hasta las de las de Elle y Vogue ocupadas por Meghan. Lo que es más, la conclusión resulta especialmente cruel: la princesa se revela literalmente vacía.
A la mañana siguiente del estreno –es decir ayer–, los titulares de medios de todo el mundo anticipaban una demanda de los Duques de Sussex a los productores de South Park. Nunca llegó: el mismo día, un vocero de la pareja declaraba a la revista People que los rumores de una denuncia eran “francas tonterías: versiones aburridas y sin fundamento”.
Pocas horas antes pero en México, el presidente López Obrador confirmaba su intención de demandar por daño moral a César de Castro, abogado de un Genaro García Luna que aguardaba todavía el veredicto de un jurado neoyorquino. ¿Qué hizo De Castro para merecer la amenaza? Preguntar a uno de sus testigos –el ex integrante del Cartel de Sinaloa Jesús Zambada– si había sobornado a Gabriel Regino –a la sazón funcionario del gobierno de López Obrador en la Ciudad de México– con recursos para una campaña del entonces jefe de gobierno.
Zambada manifestó no recordar haber dicho eso; luego precisó haberse referido a “una campaña” sin mencionar de quién era ésta. (El jefe directo de Regino en ese tiempo era, en todo caso, Marcelo Ebrard.)
Este saco le viene bastante menos bien al presidente que aquél a los príncipes. Sin embargo, ha decidido ponérselo. Cosa de temperamento. O de la necesidad de estrenar cada mañana, muy tempranito, traje nuevo.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
IG: @nicolasalvaradolector
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