Columna invitada

Cercas, reyes y bufones

Es difícil imaginar cuánto sufrimiento podría haberse evitado en los últimos cien años si, como especie, hubiésemos tomado con seriedad esta advertencia, si antes de dinamitar los cimientos, nos detuviéramos a mirar qué es lo que sostienen

Cercas, reyes y bufones
Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Foto: El Heraldo de México

Nacido en la segunda mitad del siglo XIX, Gilbert Keith Chesterton encarna como muy pocos el espíritu convulso de la Inglaterra victoriana, una época de cambios profundos y vertiginosos, en donde la Revolución Industrial avanzaba impasiblemente, arrasando desde los cimientos con las tradiciones y el estilo de vida de sus habitantes. Era pues, una época que se debatía perpetuamente entre el entusiasmo por un futuro repleto de promesas y la nostalgia por un pretérito luminoso.

Quizás uno de sus pasajes más significativos es el siguiente, extraído de su obra The Thing:

Cuando hablamos de reformar las cosas, en lugar de deformarlas, hay un principio claro y simple; uno que probablemente pueda considerarse una paradoja. Existe en algunos casos cierta ley o institución, digamos, para simplificar, una cerca erigida al costado del camino. El reformista moderno se acercará alegremente y dirá, “No le veo utilidad; quitémosla”. Ante lo cual el reformista más inteligente hará bien en responder: “Si no ves su utilidad, ciertamente no te permitiré quitarla. Vete y piensa. Luego, cuando vuelvas y me digas que ves su utilidad, te permitiré destruirla.

Es difícil imaginar cuánto sufrimiento podría haberse evitado en los últimos cien años si, como especie, hubiésemos tomado con seriedad esta advertencia, si antes de dinamitar los cimientos, nos detuviéramos a mirar qué es lo que sostienen.

La contraparte también la ofrece el propio Chesterton en otra de sus obras más destacables, El Napoleón de Notting Hill, en donde retrata una realidad alternativa, en donde el mundo ha progresado poco, en un sentido material, desde el Medioevo. Rota la línea de sucesión real, Gran Bretaña es gobernada desde las sombras por grupos cuya identidad se desconoce, ocultos bajo un rey de utilería elegido al azar, y que deposita la corona en Auberon Quinn, un hombre simple cuyo único interés se limita a “una buena broma”, para lo cual se dedica a disfrazar a los funcionarios londinenses con trajes cada vez más elaborados y ridículos. Pero la broma termina cuando Adam Wayne, el epónimo Napoleón de Notting Hill, se toma la situación más en serio y, en un arrebato de nacionalismo, sumerge las calles de Londres en un frenesí surreal de combate medieval.

Pero la escena que quisiera abordar, una de las más memorables en mi opinión, tiene lugar mucho antes de esto, al comienzo de la obra, cuando el líder de una pequeña nación latinoamericana —o lo que queda de ella, en un mundo que parece irse desintegrando poco a poco en centenares de feudos medievales— se entrevista con el rey.

Digno representante del arquetipo del dictador septentrional de la época, el presidente se conduce con una pompa y melodrama fuera de toda proporción con su importancia real, incluyendo, desde luego, el elaborado uniforme militar, impecable y lleno de condecoraciones de dudoso mérito. Cuando, en un giro irónico, pregunta, aparentemente impactado, si Inglaterra “ya no es una democracia”, el rey responde con el desparpajo que lo caracteriza:

La situación invita una paradoja. Somos, en un sentido, la democracia más pura. Nos hemos convertido en un despotismo. ¿No ha notado acaso cómo, continuamente, las democracias se convierten en despotismos? La gente lo llama la decadencia de la democracia. Simplemente es su culminación.

En dos pasajes distintos, Chesterton exhibe su desdén, lo mismo ante el frenesí irreflexivo del reformista demoledor, que ante el romántico ahogado en la nostalgia por un pasado mítico. Pero tal vez la lección más importante que podemos extraer de su obra, sobre todo de su Napoleón es la siguiente: estamos demasiado acostumbrados a temer al fanático, al hombre que toma todo demasiado en serio. Nada de malo habría en ello, desde luego, salvo que, en esta misma línea, subestimamos el peligro, a veces mucho mayor por su impredecibilidad, de quien nada toma con seriedad.

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ

MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN

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