ANECDATARIO

"Abrazos sin abrazos"

Los domingos eran un ritual musical ineludible al lado de mi padre. Desde los 15 años, cuando mis papás se divorciaron, en el último día de la semana mi papá nos llevaba a la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl

OPINIÓN

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Atala Sarmiento / AnecdATArio / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: FOTO: Especial

Los domingos eran un ritual musical ineludible al lado de mi padre. Desde los 15 años, cuando mis papás se divorciaron, en el último día de la semana mi papá nos llevaba a la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl.

Después del recital nos llevaba a comer a algún restaurante. La elección del sitio siempre corría por su cuenta pues era un ferviente creyente de que sus hijos debían probar comida típica de diferentes partes del mundo para impregnarse de toda la posible cultura y eso, para él, comenzaba en la mesa.

Muchas veces, cuando nos decía el nombre del lugar en el que íbamos a comer, nos negábamos rotundamente si es que no conocíamos esa comida; entonces venía un discurso que nos repitió todas esas veces que repelábamos: “Si nunca lo has comido cómo sabes que no te va a gustar. Lo pruebas, y si no te gusta está bien, pero ¡Prueba!”

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Además de las comidas había otro desafío los domingos. Lo de la Sinfónica era un verdadero martirio para mi hermana mayor quien nunca, a pesar de los muchísimos esfuerzos de mi papá, se aficionó a la música clásica.

Teníamos nuestro propia ceremonia de hermanos durante los conciertos. A Rafa y a mí nos gustaba leer los nombres de los músicos e identificarlos en la orquesta. Después, durante el intermedio a mi papá le gustaba reunirse a charlar con amigos. Nosotros aprovechábamos el momento para salir al edificio de enfrente en donde había una cafetería en la que comprábamos dulces. Nos sentábamos a comerlos a la orilla de la fuente mientras nos bañaba el sol matutino.

Mi papá nos daba permiso de hacerlo bajo estricta advertencia de volver a nuestros asientos antes de que sonara el tercer timbre anunciando que daba inicio el segundo término del programa.

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Mi hermana Nuria desarrolló una asombrosa virtud para burlar las exigencias musicales de mi padre. Mientras Rafa y yo corríamos apurados a nuestras butacas, ella osada y despreocupadamente, se daba el lujo de quedarse afuera dando por concluida su tortura dominical. Pero era lo suficientemente hábil para volver justo a los aplausos finales; cuando abrían las puertas de acceso a la sala, ella se colaba sigilosamente y se sentaba en las filas traseras cerca de la entrada. Se quedaba inmóvil allí hasta que mi papá subía con nosotros para salir y le mentía alegando hacérsele tarde en la dulcería sin tiempo suficiente para bajar a las primeras filas con nosotros, quedándose allí detrás en la segunda parte del concierto. Seguro que mi papá nunca le creyó el cuento chino, pero siempre toleró que lo siguiera
haciendo.

Yo, en cambio, me alegro de haber corrido siempre antes del tercer timbre y tener esa afinidad con él. Ahora, cuando me hace falta, escuchar su música se siente como un abrazo... aunque a él no le gustara abrazar.

POR ATALA SARMIENTO
COLUMNAS.ESCENA@HERALDODEMEXICO.COM.MX
@ATASARMI

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