Columna Invitada

Vivir en tiempos interesantes

En tiempos como los que vivimos, en “tiempos interesantes” donde el culto a la personalidad permea en todas las esferas, bien haríamos en seguir el ejemplo de Robert Allen

Vivir en tiempos interesantes
Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Foto: El Heraldo de México

Hay una frase probablemente utilizada por primera vez por el político británico Joseph Chamberlain, aunque con posterioridad atribuida apócrifamente a la tradición literaria china: “Ojalá vivas en tiempos interesantes.” El encanto de la frase es que, a simple vista, parece no ser más que una expresión de buenos deseos, pero detrás de esa fachada esconde una maldición que sólo comprenderá quien en verdad ha vivido en “tiempos interesantes”.

“Vivir en tiempos interesantes”, sentencia que empieza a calar más y más en estos días, pero que algunos de nosotros que aún podemos recordar los turbulentos años sesenta, podemos afirmar que ya los vivimos. Los sesenta, una década que conmovió los cimientos de nuestra vida cotidiana, de nuestras conciencias y de nuestra propia civilización; fue una explosión de ánimo revolucionario y de resistencia que rompió la ilusión de un mundo estable, pacífico y arraigado en sus tradiciones que nuestros padres vislumbraron en la década anterior.

Y, como a veces la historia gusta del dramatismo y la grandiosidad de esas coincidencias inverosímiles propias de las novelas de Dumas o Víctor Hugo, fue justamente en el primer año de esa década que Robert Allen Zimmerman, un joven desconocido, decidió abandonar sus estudios universitarios para dedicarse a su verdadera pasión: la música. Y como el talento (al menos el verdadero) es casi imposible de ocultar indefinidamente, apenas dos años después este mismo joven, a sus apenas veintitrés años, habría alcanzado la cúspide del estrellato, aunque bajo un nuevo nombre: Bob Dylan.

Poca gente encarna el espíritu de sus tiempos tan perfectamente como él. Su capacidad de combinar, en el mismo momento, una descripción vívida y cerebral de los acontecimientos de su era, los conflictos eternos de la naturaleza humana y una calidad lírica y musical insuperable, lo colocaría de inmediato en un plano al que sólo unos cuantos hombres y mujeres logran ascender en cada generación.

Serán, sin duda, pocos mis compañeros de generación quienes desconozcan la obra maestra que es A Hard Rain's a-Gonna Fall, lanzada apenas en 1962, en donde Dylan describe un escenario apocalíptico con un lenguaje más propio del Libro de la Revelación, un mundo devastado por la guerra, la enfermedad y la muerte, con “diez mil hablantes de lenguas rotas” y niños pequeños con “pistolas y espadas”, todo con una lluvia ominosa e impasible de trasfondo. Señalando un escenario que bien ilustraba las complejidades de esos años, pero que también describen las espinosas aristas de los tiempos actuales.

La inagotable versatilidad del cantautor puede apreciarse con la canción Like a Rolling Stone, lanzada apenas tres años después, en donde retrata la historia más modesta -y por ello más íntima y profunda- de una mujer adinerada que pierde todo y se ve reducida a hurgar en la basura por comida (como hoy la vemos cotidianamente en la Alameda Central de la Capital). Al margen de su poderosa crítica a la desigualdad social y la volatilidad de la fortuna, Dylan realiza también una exploración maravillosa de la naturaleza humana, y cuando canta, dirigiéndose a la infortunada mujer, “ahora eres invisible; no tienes más secretos que guardar,” el escucha suspicaz detectará un dejo de melancolía, una nostalgia del autor por las delicias del anonimato, lejos de los reflectores, como el único lugar donde se puede ser realmente libre para ser uno mismo.

Este silencioso recelo se volvió evidente en 2016, cuando el músico fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, en un giro de eventos inesperadamente controversial, pues muchos reprochaban que este galardón se encontraba fuera de los escritores de música popular y de sus líricas cotidianas. Quizás habría que recordar a sus detractores que la tradición literaria que tanto veneran se erigió sobre las llamadas “épicas homéricas”, que en su momento no fueron más que canciones populares que relataban los eventos (reales o ficticios) de tiempos anteriores.

Tal vez fue por esto que Dylan rechazó acudir a la ceremonia pública a recibir su premio, optando en su lugar por un evento privado más modesto. Pero quizá también fue porque su rechazo a la cultura de la celebridad representa algo más profundo: la noción de que el arte vale más que el propio artista, y la palabra más que el emisor, que la glorificación a niveles absurdos de los grandes hombres y mujeres, lejos de enaltecer sus logros, los opaca con su brillo intolerable y artificial.

En tiempos como los que vivimos, en “tiempos interesantes” donde el culto a la personalidad permea en todas las esferas, bien haríamos en seguir el ejemplo de Robert Allen, de entender que no somos nosotros, sino nuestras acciones, lo único que perdurará después de que nuestros nombres y nuestros rostros se pierdan en la borrasca del tiempo. 

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ

MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN

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