En pausa, pero nunca estática. A partir del histórico 20 de marzo de 2020, la industria fílmica mexicana, de producción privada, con apoyos estatales, escolar o independiente, tuvo que detenerse por el arribo del COVID-19. Al ser un virus que puede contenerse con distanciamiento social, los rodajes y las salas de cine cancelaron actividades. Sólo un cinéfilo puede entender la imagen triste, siniestra, de cinco mil 500 pantallas y 953 complejos cinematográficos con sus pantallas a oscuras y en total silencio. Pero no había otra opción: exhibidores silenciados, distribuidores en el limbo (atrapados entre estrenar en salas o aceptar el camino de las plataformas) y creadores que tuvieron que aplazar sus rodajes de forma indefinida. La práctica cinematográfica en las escuelas, esencial para la formación, tuvo que cancelarse o virar hacia rodajes unipersonales realizados en el confinamiento.
El cine mexicano de 2019, año en el que se reportó una producción de 219 largometrajes, nutrió las carteleras en 2020, brindando un importante mosaico de temas, estilos y esperanza en el futuro artístico de nuestro cine. El regreso al semáforo rojo y un confinamiento más estricto es buen pretexto para mirar hacia atrás y rememorar lo mejor del año en el cine nacional.
En el primer trimestre, se estrenaron interesantes ejemplos de un cine mexicano comercial. En Perdida, quinto largometraje de Jorge Michel Grau (Somos lo que hay), lo que inicia como un relato de desaparición deriva hacia un intenso cuento de fantasmas, para desembocar en una cruenta visión sobre el amor en pareja.
La maestría del cineasta para manipular al espectador mediante suspenso y vueltas de tuerca resulta notable. Poco después, Julián Hernández experimentó con los hilos del thriller policiaco con Rencor tatuado, saga de una vengadora anónima depredadora de feminicidas, estrenada en un álgido momento, en que el tema es de relevancia nacional.
Mientras que Cindy, la Regia, dirigida por Catalina Aguilar Mastretta y Santiago Limón, lleva al cine un personaje creado por Ricardo Cucamonga para retratar, desde la comedia y mediante la perspectiva de una joven de alta sociedad enfrentada a una vida “real” tras romperse su burbuja existencial, los profundos abismos sociales de una sociedad polarizada como la nuestra. Fue seguramente la última película mexicana que pudo verse en cine en mucho tiempo; El diablo entre las piernas, la más reciente obra maestra de Arturo Ripstein acerca del deseo femenino llevado a las últimas consecuencias, se estrenaba justo el fin de semana del 20 de marzo y tuvo que aplazar su proyección de forma indefinida.
Tras el confinamiento y el cierre de las salas, se hizo un notable silencio. Hasta que llegó, a todo volumen, el rugido de la cumbia de los barrios populares de Monterrey. Ya no estoy aquí, de Fernando Frías, es la épica emocional de un adolescente a quien un violento giro del destino lo arrastra lejos de su nido, teniendo que defender su identidad a toda costa. Estrenada en Netflix en mayo, encontró en la plataforma un público que seguramente no hubiese acudido al cine. Muy vista por millones de suscriptores fascinados por su sinceridad y fuerza vital, Ya no estoy aquí se coronó también con el Ariel a la mejor película por parte de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas.
En los terrenos del documental destacaron dos cintas que se asoman con singular fortuna a formas de vida extremas o en peligro de desaparición. En Familia de medianoche, Luke Lorenzten siguió a los Ochoa durante dos años, documentando sus aventuras nocturnas a bordo de una ambulancia privada; el resultado es una implacable reflexión sobre el dolor humano. Mientras que Pólvora y gloria, dirigida por Viktor Jakovleski, se adentra en el oficio de la pirotecnia con tanto asombro como visión crítica a un oficio en el que sus artesanos se juegan la vida. La violencia latente en nuestra sociedad quedó de manifiesto en documentales como Las tres muertes de Marisela Escobedo, de Carlos Pérez Osorio, y El guardián de la memoria, de Marcela Artega. Obras urgentes que todo mexicano tendría que conocer.
Un tema delicado fue el de las polaridades sociales. Apostando por escenarios fuera de control y visiones distópicas donde los abismos provocan tragedias, aparecieron Mano de obra, ópera prima de David Zonano, crónica de una rebelión de trabajadores que toman por asalto su lugar de trabajo sólo para reproducir los vicios que pretendían combatir. Nuevo Orden es un provocador filme de Michel Franco que comienza denunciando el clasismo para aterrizar en la aterradora visión de un México socialmente fuera de control que desemboca en un régimen autoritario donde todos pierden.
2020 cerró con El baile de los 41, extraordinaria cinta que revela la madurez artística de David Pablos (Las elegidas). La tragedia personal del porfiriano Ignacio de la Torre, atormentado por su preferencia sexual que solo puede expresarse a puerta cerrada, se narra mediante una estética y un erotismo visual que remite a Pasolini, Derek Jarman o a la elegancia represora de La edad de la inocencia, de Scorsese.
De vuelta al semáforo rojo. Sin los fideicomisos que estaban detrás de casi toda la producción fílmica. De nuevo con salas cerradas. Con las plataformas en guerra. El cine mexicano se encuentra en uno de sus momentos más críticos, donde la creatividad de sus realizadores, la habilidad de sus productores y la apertura de sus distribuidores para encontrar nuevos modelos de negocio y un público que se identifique con su cine serán las fuerzas vivas para asegurar la supervivencia.
Por José Antonio Valdés Peña