No era muy alta. Sus cabellos blancos y sus arrugas mostraban una personalidad dulce y recia a la vez. En dos ocasiones me pidió la acompañara a visitar la tumba de su “hermano” en las grutas vaticanas. Caminaba lento. Al llegar frente a la lápida de mármol asentada en el piso, miraba la inscripción: “Ioannes Paulus PP. II”. Con voz bajita musitaba una oración. Alguna lágrima se le escapaba. Su nombre era Wanda Poltawska.
La GESTAPO la capturó en 1941. Fue torturada en Lublin. Posteriormente fue llevada al campo de concentración de Ravensbrück donde los nazis realizaron en su cuerpo experimentos y mutilaciones indecibles. Fue liberada en 1945. Falleció en el año 2023.
Conocerla en 2006 me causó un enorme impacto. Sabía que su “director espiritual” había sido Karol Wojtyla. Sin embargo, no conocía su libro “Tengo miedo de mis sueños” en el que narra su estancia en el “Lager”. Cuando lo leí, me di cuenta que el absurdo de la violencia sistemática, excede nuestra capacidad de comprensión. Recuerdo que la Profesora Poltawska, en las últimas páginas, cuenta un detalle que sintetiza parte del horror vivido. Un día, en el campo de concentración, el Dr. Karl Gebhardt, uno de los más famosos médicos-criminales que trabajaba para las “SS”, se le acercó y le dijo al oído: “Was für ein hübsches Mädel!, ¡Que chica tan guapa!”, mientras le examinaba las piernas deformes, destrozadas, en las que le habían practicado diversos experimentos. La perversidad de la escena es impresionante.
¿Cómo es posible que un ser humano se torne malvado? ¿Qué tiene que suceder por dentro para que una persona, aparentemente normal, cauterice su conciencia y proceda al maltrato más vil, a la tortura desalmada, y eventualmente, al homicidio? ¿Qué significa para una sociedad que existan sicarios, y cómplices de los sicarios, que organizan la desaparición y la muerte de miles de personas? ¿Qué sentido posee el que muchos cuerpos humanos maltrechos sean transformados en cenizas?
Todos sabemos ahora que estos escenarios no son extraños en México. La controversia sobre si existen hornos crematorios o meras fosas para incineración, sobre el número exacto de desaparecidos o la cantidad de ejecuciones por día, seguramente será útil para los análisis oficiales. Sin embargo, lo más relevante es que estos escenarios nos muestran con evidencia que la muerte gobierna comunidades, territorios e instituciones. Más aún, que la violencia busca normalizarse como mecanismo para el amedrentamiento social y para la cancelación de cualquier resistencia solidaria y fraterna.
De nuevo pienso en Wanda Poltawska, quien luchó por la dignidad de la persona durante toda su vida. No hay que aceptar que el mal defina las reglas del juego. El sacrificio de tantos jóvenes asesinados en los últimos años no debe ser estéril. Quienes intentan borrar sus historias con gasolina y fuego, tienen la pretensión metafísica de anular totalmente al otro. Sin embargo, no debemos olvidar que el que comete una injusticia, fracasa en su humanidad, mientras que el que sufre una injusticia, afirma en silencio a través de su vida, y hasta en el último instante, que su dignidad es trascendente e inalienable. En otras palabras, aún en la humillación más extrema, la dignidad de cada persona no se extingue. Es indestructible. Y por ello, la lucha en favor de la justicia no pierde sentido jamás.
Rodrigo Guerra López, Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina
E-mail: rodrigoguerra@mac.com
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