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El don de la siesta

Nada menos propicio para disfrutar el placer del descanso que imponerse la obligación de descansar

El don de la siesta
Carlos Bravo Regidor / Radar de libros / Opinión El Heraldo de México Foto: Especial

Por mucho tiempo la siesta tuvo pésima reputación. Era cosa de gente sin oficio ni beneficio, rutina de vagos, una excentricidad propia de naciones “tropicales” o de sociedades del “sur” en donde no imperaba la proverbial laboriosidad del “norte” ni las virtudes de la “ética protestante” sino el vicio bárbaro de la inactividad, el pecado capital de la pereza. Dicho estigma, afortunadamente, ha muerto (o ya está, al menos, muy jubilado).

En su lugar, advierte Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), desde hace algún tiempo hay una suerte de revaloración de la siesta como “imperativo de bienestar”, como un sueño útil para rendir mejor. La siesta ha pasado de ser una costumbre estereotipada como propia de flojos, como un tiempo desperdiciado por improductivo, a un hábito cool que mejora la salud, alarga la vida y contribuye a elevar la productividad. Ayer era lo que hacían quienes no tenían nada que hacer, una marca de holgazanería; ahora es algo que hay que hacer para estar bien, una nueva disciplina que cultivar.

El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo (Anagrama, 2020) no es un ensayo que celebre esa reciente reivindicación de la siesta, es un alegato en su contra. Porque postular el reposo como deber es destruirlo, transformarlo en una fuente persecutoria de autoexigencia en lugar de un apacible acto de rebeldía. Nada menos propicio para disfrutar el placer del descanso que imponerse la obligación de descansar. El ocio es libertad; no es, por definición no puede ser, un mandato.

En la vorágine del capitalismo, sin embargo, no hay lugar para el tiempo muerto de la siesta salvo, desde luego, que se pueda hacer negocio con él. Comercializarlo, rentabilizarlo. ¿Cómo? Con “siestódromos” y “nap bars”; zonas “chist” en los corporativos para que los trabajadores hagan sus “power naps”; todo tipo de mercancías para la cultura del “napping” (e.g., sofás, lámparas, audífonos, atuendos, almohadas) y de aplicaciones tecnológicas para monitorear el “performance” de cada siesta y luego usar esos datos para crear nuevos productos y servicios. La siesta sobrevive, pues, en la medida que se convierte en mercancía y objeto de consumo.

En oposición a esa siesta instrumentalizada, Hernández propone la siesta emancipatoria: “un momento de reencuentro con el cuerpo cansado, real, abyecto, más allá de la moda y la imagen”. Una invitación a que el tiempo de la siesta no sea como el del ejercicio sino, más bien, como el del rezo: un tiempo de repliegue y resguardo, de refresco y respiro; de rescate y reparación; un tiempo soberanamente propio, íntimo, único y, a su manera, también sagrado.

Hay que devolverle a la siesta su sentido como pausa, paréntesis y silencio, como un don (a la Marcel Mauss) generosamente restaurador del vínculo con la vida que nos habita. Que el de la siesta sea “un tiempo desechado para el sistema, pero recobrado para uno mismo. Intervalo, interrupción, excedente puro. Tiempo regalado”.

POR CARLOS BRAVO REGIDOR

COLABORADOR

@CARLOSBRAVOREG

MAAZ

 

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