Hay un consenso cultural respecto al gran talento de Kanye West tanto en la música como en la moda. Dado que su género es el hip-hop, del que lo ignoro todo, y que la estética que cultiva es la que corresponde a ese universo y a una edad muy distinta de la mía, lo asumo sin cuestionarlo. Más de 20 premios Billboard, casi 30 Grammys, 12 VMA, cinco Clíos y tres GQ me parecen argumentos más que sólidos para concederlo, aun sin conocer su obra. Si Rolling Stone ha declarado que es “la estrella pop más interesante y compleja que la década del 2000 ha producido”, si Billboard lo ha considerado “sin duda uno de los mejores, y podría argumentarse que el mejor artista del siglo XXI”, si incluso una publicación tan prestigiada y tan ajena a las candilejas como The Atlantic puede decir que “el poder de Kanye reside en su creatividad y su expresividad desaforadas, en su maestría de la forma y en su apego profundo y sin concesiones a una estética original”… es que así debe ser.
Otro consenso cultural habría debido irse formando en paralelo: el de que es una persona que padece serios problemas mentales. Más allá de su adicción confesa –y al parecer superada– a las drogas, West lleva casi dos décadas de comportamiento público errático: en 2004 se levantó airado de la entrega de los American Music Awards al resultar perdedor en una categoría; en idéntica circunstancia en los VMA de 2006 tomó el escenario sin previo aviso para afirmar que él debería haber ganado; en el mismo palmarés de 2009 calló a Taylor Swift mientras recibía su trofeo para clamar que la legítima merecedora era Beyoncé; y en los Grammys de 2015 asestó idéntica agresión a Beck. Por no hablar de su declaración de 2018 de que los 400 años de esclavitud negra probablemente habían sido voluntarios. O de su anuncio, en 2015, de que en 2020 se postularía a la Presidencia de Estados Unidos: lo cumplió, hizo el ridículo en una campaña intermitente que lo reveló brutalmente impreparado, y obtuvo el 0.4 por ciento del voto. Todo lo cual acaso pueda ser explicado por su diagnóstico de trastorno bipolar, anunciado en 2019.
En las últimas semanas, del porte de una camiseta con un lema supemacista blanco a una retahila de declaraciones antisemitas, racistas y conspiracionistas, el West que otrora se ostentara defensor de las minorías y promotor del orgullo negro parece fuera de control. De ahí que Balenciaga, Adidas y Gap, firmas con las que el músico tenía contratos, hayan decidido cancelarlos, lo que es sensato. Valga, sin embargo, la oportunidad para recordar que tan justo es cancelar contratos como injusto cancelar personas. Kanye West merece nuestra preocupación, no nuestra ira. Y, por su mérito artístico, si logra remontar su crisis de salud mental y volver a ser productivo y responsable, una segunda oportunidad.
POR NICOLÁS ALVARADO
IG: @NICOLASALVARADOLECTOR
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