COLUMNA INVITADA

Los hijos de las nubes

Pensar en África es pensar en una tierra inconmensurable, tan lejana como interminable pareciera el Atlántico Norte en una noche de tormenta; tan inalcanzable como la brecha cultural y lingüística que la separa de occidente

OPINIÓN

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Créditos: Columna invitada / Opinión El Heraldo de México

Pensar en África es pensar en una tierra inconmensurable, tan lejana como interminable pareciera el Atlántico Norte en una noche de tormenta; tan inalcanzable como la brecha cultural y lingüística que la separa de occidente. Mi visita a ese continente, fue como las ondas de arena imperceptibles provenientes del Sahara que visitan a menudo el mar caribe, como un grano de arena fusionado con la inmensidad del desierto.

Eran las 4 de mañana de algún día de noviembre de 2017, estábamos parados en medio de la nada, en una noche obscura que permitía divisar, de cuando en cuando, gracias al viento que movía las nubes, un cielo estrellado detrás. Sabía que estaba en el desierto, no obstante, mis pies no sentían la arena suave que había imaginado, sino una orografía en apariencia pedregosa.

Diversos vehículos comenzaron a acercarse para llevar en pequeños grupos a médicos, abogados, observadores, portadores de ayuda humanitaria e investigadores, hasta las casas donde habríamos de quedarnos, hasta las personas que se convertirían en nuestra única familia en aquel rincón del mundo. 

La odisea había comenzado con un vuelo de México a Madrid, posteriormente surcamos las nubes de la capital española hasta Argel, Argelia; ahí, un avión con capacidad para 300 pasajeros nos condujo a la provincia de Tinduf donde nos esperaba el transporte terrestre que nos llevaría al desierto de los desiertos.

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Con mente y corazón dispuestos a aprender, acompañado de mi querido amigo José Alberto Cruz Lemus, el cineasta Roberto Salvador y un par de personas más, había emprendido un viaje que nunca imaginé hasta ese extremo de Argelia, entre el Sahara Occidental, Marruecos y Mauritania, en un campo de refugiados donde sobrevive, pese a la adversidad, el pueblo Saharahui, el objetivo: realizar una investigación de campo en materia de Derechos Humanos.  

Los Saharahuis son un pueblo que sufre. Descendientes de beduinos, fueron nómadas que perseguían las nubes junto a sus rebaños de cabras.  En 1884 el Congreso de Berlín se repartió el Sahara y le asignó la porción donde vivían en libertad, a España, país que explotó durante décadas la riqueza del que es el segundo territorio con más fosfato en el mundo, abundante en gas, petróleo, oro y uranio, además de ser la zona más rica del mundo en pescado, a la que los portugueses llamaron el río de oro. 

Después de décadas de ocupación y explotación, la ONU promovió la restitución de los territorios colonizados por las naciones europeas. Cuando España se retiró del Sahara, el dictador Franco signó un acuerdo tripartito que cedió el Río de oro a Mauritania y el Sáhara Occidental a Marruecos, cuyo rey emprendió la llamada “marcha verde”, una ocupación militar disfrazada de integración voluntaria, que derivó en un terrible genocidio en el que perdieron la vida miles de saharauis. Quienes lograron salvarse huyeron a la región más inhóspita del desierto donde habitan en la actualidad, otros más quedaron atrapados y unos cuantos jóvenes tomaron algunos camellos y fusiles de los años 20 para emprender la lucha armada. 

Fue así que el 10 de mayo 1973, con la fundación del frente Polisario y la proclamación de la República Árabe Saharahui Democrática, inició uno de los conflictos bélicos, diplomáticos y de crisis humanitaria menos visibles de la historia, con el peregrinar de todo un pueblo para recuperar el territorio que les ha pertenecido durante milenios, en ese desierto que es cuna de la humanidad. 

Pese a que desde 1991 la ONU ha dirigido un proceso de negociación que ha derivado en un estado de “no paz, no guerra” y tras haber ganado todas las instancias internacionales, los saharauis se encuentran separados de su territorio por la que es la segunda muralla más larga del mundo, compuesta por más de 2 mil kilómetros, miles del minas explosivas y presencia militar marroquí, ahí donde las miradas del mundo no alcanzan a llegar. 

Son un pueblo amable, generoso, abierto al mundo; hablan hasaní, su lengua materna, con la misma fluidez que el árabe, el español, el inglés y algunas otras lenguas. Los más viejos rememoran con añoranza la tierra que los vio nacer y relatan con dolor que cuando recuperen su patria, llevarán consigo a sus muertos; los más jóvenes ansían tomar las armas y hacer la guerra; los niños no conocen más horizonte que aquél que termina donde el muro.

Las mujeres acceden con plena libertad a sus derechos y pese a que se auto-asumen como una nación patriarcal, las posiciones más elevadas de la administración pública son ocupadas indistintamente por ambos géneros. Siguen viviendo en jaimas, una especie de tiendas de campaña diseñadas para resistir los embates del desierto, ya que cuando las tormentas de arena o las escasas, pero intensas lluvias, arrasan con los modestos cuartos de lámina y adobe, la tela de las jaimas, que recuerda el útero femenino, los abraza y salva, para hacerlos perdurar en el tiempo.

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El té es parte de su vida, se toma por la mañana y para recibir visitas, hay todo un ritual en torno a él. Deben ofrecerse cuando menos 3 tazas de las que afirman, la primera es amarga como la vida, la segunda dulce como el amor y la tercera suave como la muerte. 

En esos días tuve el privilegio de platicar por largas horas con Ahmed Mulay Alí Hamadi, Embajador Saharaui en México y aprender acerca de su cultura y particularmente de su religión. Son musulmanes, rezan cinco veces al día, de ser posible visitan la meca una vez en la vida, practican el ayuno durante el ramadán, ayudan a los más necesitados, conocen el Corán y respetan con profunda espiritualidad a las que llaman religiones del cielo como el judaísmo y el cristianismo. 

Los jóvenes pasan veranos enteros con familias europeas que los acogen y ya mayores suelen estudiar en las mejores universidades del mundo, pero siempre regresan a servir a su causa, por lo que no es raro ver licenciados, maestros o doctores sufriendo a lado de sus familias. ¿Por qué no huyen? – pregunté una noche al ministro de gobernación. Es muy simple – me dijo, el desierto es nuestro refugio y uno no huye de su refugio, es como abandonar la cueva, durante la lluvia, solo porque hay humedad. 

Durante esos días en que entrevisté a decenas de saharauis y recorrí hospitales, centros de atención a niños mutilados, campos donde yacen derribados aviones bombarderos, escuelas y bibliotecas, estuve a punto de perder la fe en la humanidad, hasta que una tarde visité el Centro de Atención para Niños con Diversidad Cognitiva, donde un hombre llamado Castro, prepara para la vida, para enfrentar con dignidad y aplomo el reto de sobrevivir en los campos de refugiados, a niñas y niños con discapacidad, una labor extraordinaria que se resume en un pequeño letrero que yace a la entrada principal: “en este sitio no crecen árboles ni plantas, pero florecen personas”.

Estoy seguro que mientras sigan floreciendo personas, llegará el día en que el Sahara será libre y esta nación que se resiste a perder su identidad, va a recobrar su territorio, porque como los ancianos saharauis dicen: la injusticia es como un espejismo que con el tiempo se diluye. 

En contraste al sufrimiento de ese pueblo, las noches eran verdaderos poemas. Las estrellas parecían estar más cerca que el propio horizonte, en esas veladas de introspección o de profundas charlas con mi amigo José Alberto, sintiendo la presencia de los astros y contemplando decenas de estrellas fugaces rasgar el firmamento, pensaba en que quizá había menos distancia entre mi cabeza y Dios, que entre mis pies y el ultimo grano de arena del desierto más grande del mundo. 

En otros tiempos se hubiera necesitado toda una vida para llegar hasta África, por ello estar ahí fue como haber vivido varias veces con los mismos ojos y con el mismo corazón. Cuando salí de México imaginé que sería viajar a otro mundo, hoy me doy cuenta que se trata del mismo mundo, es el mismo sol que a unos acaricia plácido y a otros abraza incandescente. Es la misma especie que en otras latitudes vive al amparo del "progreso" olvidando a estos pueblos, que son parte de la misma trama de la vida; es el mismo manto de estrellas que cobija a esos seres que se dicen de primer mundo y que a veces pareciera que han perdido algo de su humanidad. 

La estancia en los campos de refugiados terminó después de varios días, era hora de regresar a Europa para volar hacia otros puntos de África y seguir mi labor como observador. Tras recorrer varios países, el último punto del viaje representaba un anhelo de la infancia, conocer Egipto. Cuando tuve frente a mí las imponentes pirámides, incólumes durante milenios, no pude experimentar sensación alguna, no estaba emocionado, ahí, en la tierra de los faraones llegué a la conclusión de que ya había encontrado mi lugar en el desierto, allá con los hijos de las nubes.

POR: MARCO ANTONIO MENDOZA BUSTAMANTE

SSB

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