La llamada Casa de los Azulejos es una de las más antiguas de la capital. Construida en el siglo 16, en unos terrenos cedidos por Hernán Cortés a un rico hombre de la Nueva España, es sede de muchas historias, leyendas y narraciones que toman un poco de ambas cosas.
Casa de los condes del Valle de Orizaba, sede del Country Club del Porfiriato y de la Casa del Obrero Mundial durante los primeros años de la Revolución Mexicana y, por último, lugar donde se instaló la primera fuente de sodas del país, pasar por sus recintos es pasar por la historia nacional.
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Un nacimiento “ingenioso”
Apenas tres años después de la caída de Tenochtitlán, Hernán Cortés realizó la repartición de los terrenos en los que antiguamente se alzaban los palacios de Moctezuma, justo frente a donde se encontraba el templo de San Francisco.
En un principio se trataba de dos casas señoriales, separadas por la llamada Plazuela de Guardiola, la cual desapareció cuando uno de sus dueños decidió vender su propiedad. Pero su etapa de esplendor apenas estaba por llegar.
Uno de sus más ilustres habitantes fue Luis de Vivero, segundo conde del Valle de Orizaba, hijo de un antiguo gobernador de Filipinas, pero quien hizo su fortuna al instalar ingenios azucareros en Tulancingo.
Aunque era reconocido como uno de los sitios más bonitos de la entonces calle de Plateros, el Palacio Azul no tenía aún su peculiar fachada. Ella se debe precisamente a un hijo de don Luis.
La venganza del hijo desobediente
De acuerdo con un relato popularizado por el escritor y cronista Luis González Obregón, la Casa de los Azulejos debe su peculiar imagen, lujosa y llamativa a la vez, se debe a un regaño hecho por el conde del Valle de Orizaba.
Cuenta la leyenda que don Luis de Vivero tenía un hijo parrandero y jugador, que no hacía caso y dilapidaba la fortuna que tanto trabajo le había costado amasar. Molesto, alguna vez le gritó que, con esa vida, jamás haría una “casa de azulejo”.
Picado en su orgullo, el hijo, de quien no se conoce el nombre, se volvió responsable e industrioso y terminó forrando de hermosos azulejos de talavera poblana cada una de las fachadas de la casa familiar.
Verdadero o no, lo cierto es que los habitantes de la casa se gastaron una gran fortuna trayendo este cotizado material, certificado por la Casa Real de Castilla por su calidad, mientras que toda la forja de los balcones y escaleras fue adquirida en Japón.
Entre porfiristas y sindicalistas
Con el paso del tiempo, la Casa de los Azulejos fue testigo de distintos acontecimientos. Frente a ella, en 1823, se coronó al emperador Agustín I de México y luego pasaron las tropas norteamericanas de la Intervención.
No fue sino hasta 1881 cuando dejó su vocación de casa familiar para abrir sus puertas a los negocios. A partir de ese año alojó al Jockey Club porfiriano, donde la altísima sociedad de la época se reunía. Entre sus asiduos se encontraban figuras de la literatura como Manuel Gutiérrez Nájera, quien lo inmortalizó en su poema “La duquesa Job”.
El triunfo de la Revolución Mexicana también le cambió el rostro al inmueble, que alojó por un breve tiempo a la organización anarcosindicalista Casa del Obrero Mundial, una de las primeras en su tipo en el país.
Temiendo que los obreros dañaran el espacio, conservado desde la Colonia, los antiguos dueños de casa la recompraron a sus ocupantes y decidieron volverla a rentar a unos hermanos estadounidenses que instalaron un negocio innovador y moderno.
Apellidados Sanborns, los hermanos estrenaron un concepto nunca antes visto en México: un restaurante con fuente de sodas, droguería y tabaquería, la cual prosperaría por muchos años, conservándose hasta la actualidad.
Decorada con el mural Omni-Ciencia, de José Clemente Orozco, la Casa de los Azulejos es una joya que invita a pasar una tarde bebiendo café y viajando por el tiempo.