Durante el fin de semana viajé al hermoso puerto de Veracruz, ciudad histórica y muchas veces heroica, durante siglos la principal entrada a nuestro país. Visité el fuerte de San Juan de Ulúa, construido en el siglo XVI para defender al puerto de los ataques de piratas holandeses e ingleses, que asolaban a los galeones novohispanos para apropiarse de la plata que salía de las minas mexicanas hacia España. La visita al Fuerte me recordó una historia que compartimos México, España, Japón y las Filipinas.
A fines del siglo XVI, Rodrigo de Vivero y Aberruza, nacido en Tecamachalco, Puebla en 1564, fue nombrado comandante del Fuerte. Era sobrino del Virrey Luis De Velasco. De niño su padre lo envió a Madrid donde fue paje de la Reina Ana. De joven peleó contra los holandeses en Flandes, bajo las órdenes del Duque de Alba. Retornado a la Nueva España no sólo fue comandante en San Juan de Ulúa, sino administrador de las minas de Taxco y gobernador de la región de Nueva Vizcaya, tierra ignota, que hoy corresponde aproximadamente a los estados de Nayarit, Sinaloa y Sonora, donde peleó contra los chichimecas. En 1608 el Virrey lo envió de urgencia a las Filipinas porque el gobernador de aquellos territorios del vasto Imperio Español había sido asesinado.
En Manila, De Vivero negoció un pacto de no agresión con los japoneses, que por aquella época asolaban el puerto de Manila, pero abrigaban cierto temor hacia un Imperio tan grande “que en sus dominios no se ponía el sol”. Pero los novohispanos en las Filipinas, alrededor de mil doscientos en aquella época, también temían a los japoneses, famosos por su ferocidad para la guerra, e imposibles de conquistar.
En la primavera de 2010 De Vivero recibió la orden de volver a la Nueva España. A bordo del Galeón San Francisco salió de Manila en julio, con rumbo a las costas japonesas, para aprovechar la corriente del Kurabicho, que se origina en el polo norte, pero que en esa zona gira hacia el océano pacífico y llega hasta las costas americanas, haciendo posible “el tornaviaje”.
El 30 de septiembre de 1610, en plena temporada de huracanes, su enorme galeón encalló y se despedazó frente a Onjuku, pequeña población de pescadores y “amas” (mujeres buceadoras y buscadoras de perlas), quienes rescataron a 317 de los 376 náufragos, salvándoles la vida “con el calor de sus cuerpos”, según afirman las crónicas de la época. Durante dos semanas el Daymio (cacique local) cobijó a los novohispanos. Después, los envió a Edo (hoy Tokio), donde gobernaba Tokugawa Hidetada, segundo Shogún de la poderosa dinastía que gobernó Japón de 1603 a 1868, cuando el último de ellos, Tokugawa Yoshinobu, entregó el poder al Emperador Meiji.
Rodrigo de Vivero y sus compatriotas novohispanos lograron retornar a la Nueva España un año después, en 1611, a bordo del Galeón San Buenaventura, mandado a construir por el Shogún a William Adams, marino inglés, quien era también su consejero, y que años antes también había naufragado frente a las costas japonesas. De Vivero arribó al puerto de Matanchel, hoy San Blas, en Nayarit. Navegó hasta Acapulco, arribando a la capital de la Nueva España semanas después.
Pero no llegó con las manos vacías. Arribó con las “Capitulaciones” en la mano, un conjunto de acuerdos que había negociado con el Shogún, como establecer relaciones diplomáticas y comerciales entre Japón y la Nueva España, autorización para que los galeones novohispanos pudieran arribar al puerto de Edo, y el envío de expertos novohispanos para enseñar a los japoneses el tratamiento de la plata.
El Virrey envió a De Vivero a España para recabar el visto bueno del Rey a las Capitulaciones, que nunca se produciría porque en Madrid juzgaron que eso equivalía a una independencia, de facto, de la Nueva España. Pocos años después, se produjeron desencuentros religiosos entre japoneses e hispanos, que culminaron con la expulsión todos ellos de su territorio y el cierre del país a casi todos los extranjeros.
Rodrigo de Vivero fue uno de los primeros criollos mexicanos. Sentía orgullo de ser “Indiano” y despreciaba a los “cortesanos” de Madrid que el Rey enviaba a gobernar a la Nueva España porque no conocían, como él, estas tierras. Fue militar, administrador, gobernante, diplomático y escritor. Nos enteramos de su odisea por su “Relación y Noticia del Reino de Japón” en la que narra con detalle todo lo ocurrido y compara el templo de la Virgen de Guadalupe con el santuario del Buda de Kamakura. Uno de los primeros testimonios de la Guadalupana.
Don Rodrigo, como todavía se le recuerda en Onjuku, fue testigo del inicio de la globalización, al hacer la guerra, pero también el arte de la negociación, en tres continentes. Le desesperaba que España adoptara más leyes, “en lugar de aplicar las existentes” (nuestros vicios son ancestrales). Fue el primer Conde del Valle de Orizaba y estableció el primer ingenio azucarero en nuestro país. Murió en 1632. Sus restos fueron enterrados bajo el Altar Mayor de la iglesia del Monasterio franciscano de Tecamachalco. Sus descendientes construyeron la Casa de los Azulejos que adorna el centro histórico de nuestra muy noble y leal ciudad de México-Tenochtitlan.
POR MIGUEL RUIZ CABAÑAS ES PROFESOR EN EL TEC DE MONTERREY
@MIGUELRCABANAS
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