A Mercedes Oteyza con el cariño de siempre
Ramón López Velarde (1888-1921) parece dirigirse a su paisano Manuel Felguérez cuando a punto de cerrar un poema decide dedicarlo: “A ti, con quien comparto la locura / de un arte firme, diáfano y risueño” (Poema de vejez y de amor). Y el jerezano tiene toda la razón, pues esas son las notas características de la imaginería de quien transitó, libre e incontenible, de la escultura a la pintura y la estampa, desde su natal Valparaíso hacia los cuatro puntos cardinales.
Y lo hizo, justo, firme, pues las inflexiones en su lenguaje de formas sin motivo, de tan naturales casi automáticas, jamás revelan conflicto alguno; siempre está allí, manifestándose a plenitud, con contrastes señalados, pero que no fincan rompimiento con el tiempo de la memoria. Y lo hizo, justo, diáfano, porque renuncia al misterio innecesario, artificial, entregándose a mostrar los secretos de la mecánica de los cuerpos, las ilusiones del movimiento de los escenarios, los deseos de ser en los otros, sus herederos, quienes siempre lo miramos en esa su segunda piel con asombro y plenitud.
Lo hizo, justo, risueño, ya que las más complejas de sus aventuras oníricas y de improvisación gestual, anidadas en los soportes del volumen y la lisura, nos guiñan un ojo y tuercen el labio en una sonrisa apenas contenida del compositor de milagros que está en paz, y no pretende imponerse con trucos y desplantes, convence en la suavidad de sus líneas, en la sensualidad de sus manchas, en el hechizo de sus poliedros imperfectos, en la exactitud de sus planos, siempre profundos, viajando desde el fondo a brazadas sin reposo, para alcanzar la superficie y entregársenos como si fueran ofrendas de la lejanía.
Poco a poco, sin voracidad, pero sí a dentelladas de notable exactitud, se fue nutriendo de paisajes imaginados, de sensaciones intuidas, de hallazgos azarosos. Nunca fue de esos abstractos a quienes les estorba la realidad o mejor aún las realidades, y que terminan derrotados pintando, esculpiendo, dibujando, grabando, como si se tratase de naturalezas muertas, a la manera de un género más, porque de raíz carecen de sentido, no tienen nada que compartir salvo el ruido inútil.
Manuel Felguérez, a contracorriente, se siente a sus anchas en el mundo, disfruta sus accidentes, se embelesa en sus regularidades, conserva las intuiciones que prescinden de la historia y sus corolarios de necesidad y solemnidad. Homo faber que es homo ludens que es homo sapiens: construye, se divierte, reflexiona. Entiende que la elocuencia suele refugiarse en el silencio; en su caso, en el embeleso que nos detona la precisión de su proceso de fábrica. Acostumbra contenerse en los límites de la composición, aun siendo un ente gramático: culto e informado, seductor en el arte de la conversación.
Las palabras lo han acompañado toda la vida [recuérdese que hasta cuentos escribió: “Viaje sin regreso”, Revista de la Universidad, 1959], pero desde el principio no tuvo empacho en optar por los sólidos en tránsito y los desdoblamientos bidimensionales.
A propósito de El espacio múltiple (1973; Museo de Arte Moderno), Octavio Paz aseguraba que Manuel Felguérez se ostenta en “excelente crítico de sí mismo”. Con claridad, nuestro hacedor se autoexplica:
Para la formación del estilo personal existe un punto que es de suma importancia. Tiene que ver con la percepción de los artistas que te impactaron fuertemente durante la juventud. A mí me tocó ver y conocer a [Georges] Braque, a [Constantino] Brancusi, vi exponer a [Pablo] Picasso, estudié con [Ossip] Zadkine […] un mundo de orden y de composición al que nunca pude renunciar. Pero también estuve en Nueva York y conocí la obra de [Arschile] Gorki, de [Roberto] Matta y de [Willem] de Kooning…y tampoco pude renunciar a la intuición y al desorden. Una vez más la dialéctica –que puede verse como contradicción– patente en toda mi obra.
Fatigar la objetividad, apoderarse de ella. La sucesión de formas, en el acto de mostrarse, urden un argumento reconocible: el de la aprehensión de una realidad compartida con los integrantes de esa peculiar comunidad de diálogo compuesta por sus maestros-guardianes. Exiliada la voz y su pretensión de verdad, queda tan solo el placer furtivo de la mirada, el deleite de participar en una disonancia ocular que renegó y trascendió la imitación icónica (del griego μíμŋσıç, mímesis), retirándole su confianza, en favor del vuelo de la libertad. La representación pierde sentido cuando el cuadro o la escultura se yergue en su propio paradigma.
Entonces, la pintura se alimenta de pintura; los colores se buscan y aparean sin obedecer lo dispuesto por un boceto; la escultura se alimenta de escultura, los planos se sitúan y localizan sin acatar prescripciones, se entroniza la necesidad de postular un espacio propio, que en las reglas del artista tienda a autogenerarse. Cadencias, ritmos, secuencias, armonías, resonancias, marcan su geografía.
Así pues, el valor del lenguaje en su sentido más amplio, estaría relacionado con su capacidad para establecer realidades: ya sea en calidad de escenarios compartibles, ya sea en calidad de mundos posibles o figurados. A esto se dedicó nuestro artífice-inventor durante poco más de seis décadas, mostrando que la fantasía suele establecer su vigencia. Postuló su realidad haciendo de los sueños, vigilias deslumbrantes. Intervino hasta el cansancio su circunstancia, transformándola en estimulante, y sus ejercicios parieron “objetos fatalmente sugestivos”, Roland Barthes dixit.
Belleza, sensualidad e inteligencia que nos abrigan por igual en las trayectorias elípticas de Kepler, los autómatas de Hagelberger, el cálculo tensorial de Lobachevsky, el monocromatismo de Albers. Y un sinfín de referencias más… los talleres y profesionales que lo acompañaron en la ruta de su invención: Majac y Juan Álvarez del Castillo, en especial, las últimas dos décadas.
A un año de distancia mitigamos su ausencia gracias a la fábrica de ilusiones que nos legara.
Por Luis Ignacio Sáinz