Columna Invitada

Sin techo

En nuestro camino nos cruzamos con más personas ignoradas. La escritora Yu Miri nos recuerda en su libro Tokio, estación de Ueno a esos seres dispersos en todas las ciudades

Sin techo
Daniel Francisco / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Foto: El Heraldo de México

Está agotada. Se sienta en el piso. Toma su café en un vaso de cartón, en silencio. Cada una de las calles que barre, la exprime. Recuerdo muy bien sus ojos, destellan en plena pandemia de covid 19. La ciudad de México está vacía (2020) pero siempre reclama la presencia de sus cuidadores. Ella es parte de ese ejército. Limpia meticulosamente su cuadrante asignado. 

“¿Puedo tomarte una foto?” Interrumpo su paz, cruzó la línea de la tranquilidad que ha perseguido en todo el día. Le explico que quiero mostrar su compromiso con la sociedad. “¿Por qué yo? No soy nadie”, me responde. Sonríe y sé que puedo apretar el obturador. 

Apareció una pandemia y los invisibles dejaron de serlo. Tenían nombre y apellido. Quien recoge nuestros desperdicios dejó de ser un rostro anónimo. 

En nuestro camino nos cruzamos con más personas ignoradas. La escritora Yu Miri nos recuerda en su libro Tokio, estación de Ueno a esos seres dispersos en todas las ciudades, los que han sido arrojados a la calle, los que se quedaron sin casa, los “sin techo” (una expresión que nos recuerda la orfandad, el abandono, el exilio en la propia tierra). 

Nos atravesamos en su camino pero desviamos la mirada. Son las cifras del fracaso del modelo económico, hechas carne y hueso. La mano invisible del mercado los colocó en su sitio. No tienen tribuna para alzar la voz y reclamar por su expulsión. 

Yu Miri escribe: "Conocía a Shigue. Era un intelectual. Siempre andaba leyendo alguna revista o periódico que recogía de la calle. Seguramente, antes de ser un sintecho, se había dedicado a algún trabajo que requería tener bastante cabeza”. 

Cuando era niño siempre veía con curiosidad a uno de los habitantes del barrio donde crecí. Por más que me esfuerzo no recuerdo haberlo visto sobrio, nunca, ni una sola vez. Siempre traía el mismo abrigo claro (tal vez un día fue blanco) y hablaba en voz baja. No molestaba a nadie. Sólo bebía en los rincones, con la mirada perdida. Una vez a la semana, se estacionaba en una esquina cercana al vecindario un Grand Marquis negro. Él se subía y salía con el dinero suficiente para sobrevivir una semana más.

POR DANIEL FRANCISCO

Subdirector de Gaceta UNAM
@dfmartinez74

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