Crucé el puente de Brooklyn y pensé en la majestuosidad de la economía y el poder militar de Estados Unidos. Nueva York, donde un gran porcentaje de la población es migrante. Escuché las voces de quienes construyen sus rascacielos; muchos de ellos hablaban español. Sentí orgullo y tristeza por los migrantes que, en lugar de ser reconocidos por su trabajo, a veces son vistos como criminales. El error más grande del ser humano es generalizar y etiquetar; pensar que las manos de los migrantes solo traen violencia es cruel. Las que yo he visto están llenas de tierra, sudor y esperanza.
Al llegar al final del puente de Brooklyn, vi un puesto de una señora vendiendo manguitos con chile. Cerré los ojos al darme cuenta de que, con ganas y esfuerzo, siempre hay una forma de llegar a ese rincón del mundo. Era inevitable que se me hiciera agua la boca solo de verlos, una reacción pavloviana que me conectaba con mi infancia.
Los migrantes, con alma y ganas de prosperar, no son criminales; son más fuertes que cualquier discurso de odio y más grandes que cualquier intento de exterminio.
Desde la perspectiva freudiana, Estados Unidos se presenta como la figura paterna ante el mundo, estableciendo normas y límites que reflejan una representación autoritaria. Este contexto genera un periodo de gran temor para el migrante, y lo que se podrá observar aquí es la calidad individual de cada ser humano.
Gracias a Omar Shartz, JD, PhD, estoy analizando el pensamiento del filósofo Rorty, quien nos habla en su libro: “Contingency, Irony and Solidarity” sobre los “liberal ironists”, que buscan reducir el sufrimiento y construir una sociedad basada en la empatía y el respeto. Aunque saben que la crueldad no puede eliminarse por completo, su objetivo es eliminar la humillación y fomentar una cultura de amabilidad.
Tú, mi querido lector, ¿qué tan generoso eres con aquel que no se parece a ti?
POR MÓNICA SALMÓN
@MONICASALMON_
PAL