Hace unas semanas, con la presentación del plan de seguridad de Omar García Harfuch, se dio un pequeño paso adelante para restaurar el orden al insinuar una renovada disposición a combatir al crimen organizado. Hoy, poco queda para el optimismo. En los últimos días, hemos retrocedido más de 30 años en la construcción de un Estado de derecho sostenible; ese que se basa no sólo en la amenaza del uso de la fuerza, sino en la presencia constante de instituciones que administran justicia, que limitan y restringen la arbitrariedad de aquellos en el poder, que dan certidumbre a las relaciones sociales y que nos igualan a todos en torno a una misma norma sin importar nuestra filiación o poder.
¿Puede haber orden sin justicia? Por supuesto, en un Estado autoritario el poder público es capaz de suprimir por completo cualquier conducta antisocial, el problema es a quién y qué se define por antisocial. En Corea del Norte nadie se atreve a robar una naranja, lo mismo que a ver una película extranjera; amenaza y castigo es lo que sobra.
Pero ese no es el pacto social al que nos hemos suscrito los mexicanos por generaciones. La sociedad no pertenece solamente a la élite de la burocracia en turno; es un pacto implícito entre los muertos, los que viven y los que nacerán. Esa herencia, la de la sociedad mexicana, es la de una larga lucha por la libertad y la razón.
En la añoranza del viejo priismo, habrá quien piense que México puede reencontrar su orden social y material en un autoritarismo renovado, en el mito de la concentración de poder que expande sus tentáculos al territorio. Pero se olvida que en esa paz autoritaria siempre hay víctimas. Y que, el priismo, pese a todo, fue avanzando hacia una institucionalización del orden público, para restringirlo y, luego, para liberalizarlo por medio del régimen de la transición.
Lo que está sucediendo con la mal llamada cuarta transformación no es eso, no se trata de construir un nuevo orden institucional. Es un proceso inverso, una desfiguración, un derrumbe de lo establecido para minar poder en medio del caos.
El objetivo no puede ser más obvio, el régimen se nutre de la anarquía. Porque en la ausencia de reglas claras e instituciones que las implementen, prevalece la ley del más fuerte y nadie es más fuerte que quienes detentan el poder de la violencia organizada. Entienden perfectamente que, en la arbitrariedad de la ley de la jungla, se beneficiará la élite política y sus aliados informales: los criminales organizados, las corporaciones clientelares y los empresarios corruptos. Nunca el individuo.
Por más chocante que sea, debemos mirarnos en el espejo de Venezuela. Ahí, la destrucción de la vida institucional eventualmente llevó a más violencia y anarquía. El Estado se debilitó en favor de un grupo y, cuando ya no bastó la burocracia, tuvo que echar mano de pandillas criminales, de militares que se enriquecen con el narcotráfico y de organizaciones clientelares para mantener el nuevo orden social frente a cualquier disidencia. La violencia se convirtió en el principal mecanismo de interacción pública.
México está entrando a una etapa igualmente peligrosa. La construcción de una mayoría artificial en el Congreso vía la extorsión y el fraude, la captura del Poder Judicial por medio de una nefasta reforma destructiva y la desinstitucionalización del sistema de controles sobre la norma y la autoridad, abren la puerta a una etapa de desorden autoritario.
¿Qué hacer? Tendrá que venir mucho trabajo y sacrificio, desde la sociedad civil. Empezará por denunciar los pactos político-criminales que minan del caos, como ha sido el de Sinaloa, pero como es también el de Guerrero.
Pero también, me temo, no quedará otra alternativa que jugar con las reglas del juego del nuevo régimen para tratar de ocupar los pocos espacios que queden al interior de las instituciones, como lo han planteado el exsenador Roberto Gil y otros abogados respecto a la participación en el proceso de elección de jueces. Será necesario darle visibilidad a los buenos y a los malos aspirantes; resistir, aunque sea con el testimonio, al interior de espacios como la Suprema Corte, exponer ante el mundo el fraude y la captura.
Julio Patán escribió en enero de 2019 sobre el riesgo de ser el enésimo país que muriera de normalizar el autoritarismo y la incompetencia. Está sucediendo: nos estamos muriendo de normalización.
POR CARLOS MATIENZO
DIRECTOR DE DATAINT
@CMATIENZO
MAAZ