COLUMNA INVITADA

Volksgerichtshof: ¡Un tribunal de horror!

Creado para salvaguardar la “voluntad del pueblo” como pretexto para sancionar a traidores, enemigos, terrotistas que esparcían rumores críticos y, en general, con cualquiera que se atreviera a  cuestionar actos de gobierno, a Hitler o al partido

OPINIÓN

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Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

En la ciudad de Berlín, en la esquina de las calles Postdamer y Ben-Gurión, se erige el Sony Center, un complejo de entretenimiento con arquitectura futurista, donde locales y turistas diariamente visitan una multitud de tiendas, cafeterías y museos. Sin embargo, en la acera exterior, hay una placa de bronce, pequeña y poco llamativa, que nos remite a un pasado sombrío y estremecedor que contrasta profundamente con el alegre espectáculo de lujo, entre luces y música que hoy ocupa ese visitado centro de diversión.

En un período histórico, de los años 30s y 40s en Alemania, cuando en esa misma esquina se erigía lo que antaño fuera el Liceo del entonces Rey de Prusia y futuro emperador alemán Guillermo I, transformado en 1935 por el régimen nazi en el “Tribunal del Pueblo”.

Creado para salvaguardar la “voluntad del pueblo” como pretexto para sancionar a traidores, enemigos, derrotistas que esparcían rumores críticos y, en general, con cualquiera que se atreviera a  cuestionar actos de gobierno, a Hitler o al partido.

Más parecido a una máquina de ejecución masiva que a una auténtica corte de justicia, llamarlo “tribunal” sólo sería permisible si quitáramos todo sentido a la palabra. Incluso las formas más elementales —aquéllas que los tiranos gustan conservar para guardar las apariencias— fueron abandonadas sin empacho por estos “juristas del horror”, como los bautizó el célebre autor Ingo Müller.

Los “procesos” —que muchas veces no duraban más de 15 minutos— eran poco menos que un pésimo teatro. El presidente del tribunal actuaba más como fiscal, vejando y agrediendo a las y los acusados, a quienes rara vez se permitía hablar en su defensa. Sus abogados —nombrados naturalmente por el propio tribunal— se limitaban a permanecer en silencio; sabían que su papel era meramente decorativo, aunque formal y civilizadamente todos tenían defensor. De las más de 17 mil personas procesadas en sus 11 años de vida, el tribunal envió a más de 5 mil enemigos al cadalso. De los apenas mil que lograron sobrevivir a sus procesos milagrosamente —por lo general, aludiendo ingenuidad o ignorancia—, más de dos tercios fueron arrestados nuevamente por la Gestapo y enviados a campos de concentración.

Bien sabido es que, en todo régimen totalitario, los llamados jueces, la justicia y la dignidad humana suelen ser las primeras bajas. Como una manifestación hiperbólica del temible Leviatán de Thomas Hobbes, el soberano absoluto procede sin frenos, devorando todo a su paso. Hombres e instituciones por igual se pliegan ante su voluntad irresistible, y cuando termina la tormenta, no queda más que el lamento de los sobrevivientes, preguntándose cómo es que llegaron a ese lugar, cómo es que no se impugnó con éxito.

Casi ochenta años después, mucho ha cambiado. El siniestro edificio, reducido a una ruina por los bombardeos, fue demolido en los años cincuenta y, tras formar parte de la igualmente sombría “tierra de nadie” alrededor del Muro de Berlín, ha sido rehabilitada hasta llegar a su estado actual. Pero aquella pequeña placa de bronce, sobria y sutil, persiste como un recordatorio perenne para el pueblo alemán, sus víctimas y a todas las naciones del mundo de las sórdidas consecuencias que acompañan siempre al demagogo autoritario que demanda a su pueblo sacrificar principios y valores más elementales por el brillo seductor de una promesa vacía de orden, progreso y “salvaguarda del pueblo”, como testaferro para la venganza, la persecución y la intolerancia. 

 

 

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN

LSN