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El crisantemo y la espada

Según Ruth Benedict, hay dos tipos de culturas: las de la vergüenza y las de la culpa

El crisantemo y la espada
Carlos Bravo Regidor / Radar de libros / Opinión El Heraldo de México Foto: Especial

Publicado originalmente en 1946, “El crisantemo y la espada” (Alianza, 2024) es un clásico de la vieja antropología cultural que tiene una historia peculiar. Hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, la Oficina de Información de Guerra de Estados Unidos le encargó a su autora, Ruth Benedict (Nueva York, 1887), elaborar un estudio sobre la mentalidad de su “enemigo más enigmático”: Japón.

El tema tenía una doble motivación estratégica. La primera, entender por qué los japoneses no se rendían a pesar de estar ya irremediablemente derrotados. Y la segunda, planear la ocupación de la isla una vez se rindieran, como en efecto sucedió tras los bombardeos atómicos estadounidenses contra Hiroshima y Nagasaki y la invasión soviética de Manchuria.

La guerra le impedía a Benedict trasladarse a Japón para llevar a cabo el trabajo de campo, lo que la obligó a hacer una suerte de “etnografía a larga distancia”. Desprovista de la posibilidad de hacer observación directa, Benedict aplicó su teoría de los “patrones culturales” para formular una interpretación de la japonesa como un espécimen de la “cultura de la vergüenza” (basada en la jerarquía, la percepción externa y la presión social como mecanismos de control) en contraste a la estadounidense como una “cultura de la culpa” (basada en la igualdad, el sentido de la responsabilidad individual y la conciencia moral de la persona).

Estructurada en torno a normas como la obediencia, el honor, la gratitud, el sacrificio y la obligación, la cultura japonesa no priorizaba la diferencia entre lo bueno y lo malo en términos absolutos sino, más bien, la distinción entre lo correcto y lo incorrecto según las circunstancias. Semejante configuración daba como resultado una sociedad muy exigente consigo misma y de altísimas expectativas. En ciertas condiciones, eso se traducía en una refinada sensibilidad estética (i.e., el crisantemo); en otras, en una implacable disciplina militar (i.e., la espada). No eran contradictorias, ambas eran expresiones de un mismo patrón cultural.

Leído a casi ochenta años de distancia, es fácil encontrarle muchos defectos a un libro así. Además de los escandalosos sesgos relativos a su origen bélico, y a sus fuentes indirectas, están las generalizaciones y el esencialismo (e.g., el tratamiento de la cultura como una unidad coherente u homogénea; la escasa consideración de las diferencias sociales, regionales o de los cambios a través del tiempo). También es un trabajo que incurre en ciertos estereotipos, que exagera el contraste entre un oriente exótico y un occidente familiar.     

Con todo, vale la pena por el arrojo intelectual de sus categorías analíticas y sus intenciones comparativas (incluso si uno no está de acuerdo, no importa, igual se aprende de ellas); porque su influencia fue notable y dio pie a múltiples debates o reformulaciones; y porque es un interesantísimo testimonio de una época que ya no es la nuestra, pero de la que venimos aunque la desconozcamos. 

POR CARLOS BRAVO REGIDOR

COLABORADOR

@carlosbravoreg

MAAZ

 

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