Tal vez no exista un dilema más importante para las sociedades contemporáneas que la necesidad de tener orden y la aspiración de disfrutar la libertad. No hay libertad posible en la anarquía, pero tampoco hay orden sin sacrificio de libertades. Encontrar ese equilibrio, donde la autonomía individual pueda ejercerse a plenitud, no sólo sin las barreras que impone el crimen, sino también sin intervenciones innecesarias o abusos del Estado, debería ser la principal preocupación de los gobernados.
Hoy, ante la retirada del liberalismo, ese debate no podría ser más necesario. En las últimas semanas, en Estados Unidos el gobierno de Donald Trump ha decidido retirar visas y hasta la residencia a estudiantes que participaron en distintos actos y grados de apoyo a Palestina y, particularmente, a los infames terroristas de Hamas.
Nadie niega que hay una discusión importante sobre el nivel de tolerancia hacia los enemigos de los valores de Occidente o sobre a quiénes invitamos o no a nuestras sociedades. Pero el problema de estas acciones ha sido el mecanismo con el que se busca expulsar a estos individuos. El Departamento de Estado ha retomado atribuciones arcaicas y discrecionales que recuerdan al Macartismo para decidir a quién expulsa de su país por razón de Estado.
De hecho, hubiera sido mejor que procesaran penalmente a estos jóvenes por brindar “apoyo material a terroristas”. Entonces sería el sistema penal y judicial, en su conjunto, quienes discutirían si el ejercicio de la libertad de expresión pesa más o menos que la seguridad nacional. Y así, de forma colectiva y no a contentillo del gobernante en turno, se sentarían precedentes en esta tensión de valores.
En México, ese dilema de orden y libertad tampoco nos debe ser ajeno. Esta semana se discutirán dos iniciativas de ley en el Congreso que buscan fortalecer las capacidades de inteligencia del aparato a cargo de García Harfuch. Las propuestas retoman esfuerzos positivos del pasado que dilapidó el obradorismo, pero también esconden nuevos riesgos para la libertad y privacidad de los mexicanos.
Ya sea por falta de técnica legislativa o por intención perversa, las leyes no solo reviven mecanismos inconstitucionales, como la creación de un Padrón Único de Telefonía, sino que incluso crean atribuciones tan abiertas y discrecionales como la de poder requerir a entes públicos y privados todo tipo de bases de datos.
Esto implica que, sin control de un juez, el gobierno podría alimentarse en tiempo real de bases de datos del INE, de los bancos y de empresas de telefonía, por ejemplo, para obtener nuestra información biométrica y financiera, y así realizar investigaciones proactivas aunque no seamos acusados formalmente de algún delito.
Si algo sabemos de los autoritarismos pasados y presentes es que el poder gubernamental no se autocontiene; que es real el riesgo de que exploten las herramientas de la seguridad más allá de sus fines. El gobierno de López Obrador nos lo recordó cuando violó el secreto bancario del periodista Carlos Loret de Mola sin justificación ni consecuencia alguna. Ahora, en el marco de la destrucción de la independencia judicial y del instituto autónomo que velaba por nuestra privacidad, ¿en serio queremos darle atribuciones de “Gran Hermano” al gobierno mexicano?
La fórmula para resolver este dilema la teníamos en nuestras narices y en nuestra memoria colectiva: “era la República, estúpidos”. Esa construcción de contrapesos, de autoridad sin autoritarismos, que es el sistema donde el orden y la libertad podían coexistir en un endeble, pero auditable equilibrio.
POR CARLOS MATIENZO
DIRECTOR DE DATAINT
@CMATIENZO
MAAZ