Columna Invitada

La escritura en la pared

Las viejas instituciones caerán, como en toda revolución, y sobre sus escombros se erigirán nuevas, pero nos engañamos si pensamos que habrán de ser distintas a las anteriores, que esta vez sí serán accesibles a través de la razón y el entendimiento

La escritura en la pared
Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de México Foto: El Heraldo de México

Como anticipé la semana pasada, hoy pienso concluir la reflexión comenzada hace quince días, en la que hemos visitado a los éforos espartanos, los antiguos dioses paganos y hasta al mismo Diablo. Quisiera retomar la exposición, entonces, en este último punto, que sin duda habrá provocado una mueca de escepticismo en más de un lector.

Entiendo la incredulidad. Al final, podrán argumentar, ¿qué tienen que ver estos dioses y demonios antiguos con las leyes e instituciones de nuestros tiempos? ¿A qué conduce este pensamiento mágico sino a especulaciones abstractas, quizá interesantes para una clase de filosofía, pero de dudosa utilidad en el contexto de nuestra realidad práctica?

La pregunta no carecería enteramente de mérito, pero, me parece, revela un defecto importante en nuestro entendimiento sobre cómo y por qué funcionan estas leyes e instituciones que algunos valoramos tan caramente (aunque otros las desprecien con igual intensidad).

La realidad es que el gremio de los juristas, y más aún en el ramo judicial, conserva aún un resabio primitivo —hasta atávico, podríamos decir— que lo acompaña desde sus primeros días. La insistencia, por ejemplo, de los antiguos romanos en la pronunciación precisa de las fórmulas rituales para ejercer una acción o celebrar un contrato, no es simplemente la misma quisquillosidad irracional e irrazonable del maestro que nos exigía regurgitar irreflexivamente las palabras exactas del libro de texto en la hoja de examen.

La realidad es que, en una sociedad tribal como aquélla, derecho, magia y religión no son conceptos separados. Cuando el conocimiento es un privilegio de las élites, el único fundamento del orden público es el poder inconmensurable de los dioses, y no la racionalidad o sensatez de sus mandatos.

Nos gusta creer, como habitantes de un mundo supuestamente ilustrado, que esos resabios de superstición oscurantista han quedado desterrados de nuestra tradición, que como ciudadanos de una democracia moderna tenemos el derecho a conocer y participar en la creación de las reglas que gobiernan nuestra vida pública.

Pero entonces nos topamos, por primera vez, con el texto de una ley, una sentencia, un acto administrativo, y descubrimos nuevamente ese lenguaje opaco, barroco y ritualista, un laberinto indescifrable en el que, al igual que hace dos milenios, sólo un grupo selecto puede adentrarse.

Hace dos semanas cité a Lenin, quien sostenía que “no hay revolución sin teoría de la revolución”. Lo mismo, creo, aplica en nuestro caso. No hay judicatura sin teoría de la judicatura. Pero la pregunta que en verdad importa es ¿qué clase de teoría queremos y necesitamos?

La reforma judicial aprobada el año pasado quedará consolidada en unos cuantos meses, después de los comicios de junio. Se nos ha dicho que su finalidad —contrario a lo que podría pensarse— es acercar la función judicial al pueblo, fortaleciéndola, legitimándola y, sobre todo, arrancándola de las manos de esta élite corrupta y ambiciosa, auténticos éforos no en el sentido que nos narran los textos históricos, sino en la versión que nos presentó Frank Miller, de la cual ya hablé con detalle hace dos semanas.

Llevamos ya más de dos siglos celebrando elecciones —algunas auténticas y muchas otras no tanto—, en donde el pueblo participa “libremente” en la elección de su destino, pero ¿hemos con ello creado una verdadera “teoría de la democracia”, una verdadera cultura ciudadana? ¿O seguimos atados a un pasado atávico de caciques y líderes que nos demandan lealtad y obediencia ciega?

Esta nueva judicatura, ¿tendrá una auténtica “teoría de la judicatura” o seguirá dependiendo, como hace dos mil años, de una intrincada mitología, de la obediencia ciega a nombres que elevamos por encima de los mortales?

Las viejas instituciones caerán, como en toda revolución, y sobre sus escombros se erigirán nuevas, pero nos engañamos si pensamos que habrán de ser distintas a las anteriores, que esta vez sí serán accesibles a través de la razón y el entendimiento, y no de la fe y la obediencia ciega a hombres y mujeres a quienes hemos decidido, como en tiempos antiguos, levantar sobre nosotros cual si fueran dioses.

Como ocurriera con Baltasar de Babilonia, la escritura está sobre la pared. Veamos si podemos ser más sabios y hacer caso, antes de que sea demasiado tarde.

Juan Luis González Alcántara Carrancá

*Ministro de la Suprema Corte de Justicia

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