Una cita comúnmente atribuida a Charles Baudelaire reza así: “el mejor truco que el Diablo inventó jamás fue convencer al mundo de que no existía,” y es justo con esta cita que quisiera hacer esta semana algo diferente: retomar la reflexión de la semana pasada, que a mi gusto ha quedado inconclusa y que bien amerita una continuación.
Me permito cuestionar al por demás ilustre poeta y preguntarme: ¿acaso a este Diablo le conviene que se crea en su existencia? ¿O, como otras figuras siniestras y picarescas de nuestro folclor (pensemos en el Loki de los nórdicos, el Maui de los Polinesios o a la insidiosa Eris de los griegos), necesita existir en nuestra mente para hacer de las suyas?
Una miniserie poco conocida, transmitida por la NBC en 1998, el actor australiano Sam Neill da vida al mítico mago Merlín, en una producción del mismo nombre, y nos retrata una Inglaterra en la Alta Edad Media, donde pequeños reyezuelos pelean por el control de la isla, mientras que el avance del Cristianismo amenaza con hacer que los viejos dioses paganos caigan en el olvido.
Pero el punto interesante yace justo ahí: los dioses existen e interactúan con los mortales, pero sus poderes van disminuyendo día con día conforme pierden adeptos, hasta que, al final, son olvidados y desaparecen de la faz de la tierra, como si jamás hubiesen existido.
El debate sobre la realidad es tan viejo como la historia del pensamiento. Los defensores de Platón -para quienes la realidad existía, como entidad independiente, en el mundo de las ideas- debatían incansablemente con los de su discípulo Aristóteles -para quien no había conocimiento ni realidad fuera de la experiencia sensible-.
El debate persistió durante el Medioevo, alcanzando su apogeo en el Renacimiento, cuando los racionalistas como Descartes, quienes confiaban en la posibilidad de alcanzar un entendimiento de la realidad objetiva a través de la lógica y la razón, se enfrentaron a la resistencia de empiristas como Hume, para quienes nada existía más allá de nuestras percepciones: no hay realidad objetiva, o si la hay no podremos conocerla. Lo único que tenemos es nuestro cúmulo de experiencias, todas ellas subjetivas.
Un ejercicio de pensamiento que ilustra perfectamente este debate es la pregunta de, si un árbol cae en medio del bosque, sin que nadie pueda oírlo, ¿emite un sonido?
Para los racionalistas, la respuesta es clara: el sonido existe, como realidad, independientemente de la apreciación de tal o cual criatura. Pero para los empiristas, el sonido no es sino el resultado de la vibración de nuestros tímpanos, y la interpretación que a ello le damos. Sin oído que lo escuche, no hay sonido: no pertenece al mundo de la realidad.
Sé que lo más sensato para muchos de ustedes, apreciables lectores, sería adoptar la primera postura. Pero en tiempos recientes me comienzo a inclinar más por la segunda. ¿Qué clase de “realidad” es, a fin de cuentas, una que jamás incide en nuestras vidas, con la que nunca interactuamos, que nunca podemos percibir? ¿Cómo concebir la existencia de algo cuando ni siquiera podemos nombrarlo? Si en verdad el Diablo nos engaña, nos convence de que nunca existió, y jamás cruzamos caminos con él, ¿qué significa su existencia más allá de un sueño pasajero?
La semana pasada retomé la alegoría de Ermanno Vitale respecto de los jueces constitucionales como éforos contemporáneos. La idea de que unas cuantas mujeres y hombres, sin la espada ni la bolsa ni ningún poder real más que sus palabras, pudieran frenar los excesos de un poder totalmente real y perceptible, sin duda resulta fascinante. Pero hoy quiero añadir un nuevo matiz: ese poder, el de las palabras, sólo existe mientras haya quien lo escuche y crea en él. Sin esto, es sólo ruido, o quizá ni siquiera eso.
Cuando, en 1984, George Orwell acuñó el “neolenguaje” como un habla simplificada y embrutecida con la que el gobierno limitaba ya no la capacidad de hacer, sino la misma posibilidad de pensar de sus súbditos, entendió como pocos el poder de la palabra no sólo para describir, sino para crear nuestra realidad. Si, el día de mañana, olvidamos palabras como democracia, republicanismo, o Estado de derecho, si llega el día en que no exista mente humana en la que existan los conceptos, sufrirán la misma suerte que los dioses de Merlín, desvaneciéndose como si jamás hubiesen existido.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
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