Llamarle “globalización” ha sido engañoso. Lo que el mundo ha experimentado durante las últimas décadas implica, sin duda, una mayor integración internacional, sobre todo en términos comerciales. Hay casos extremos: aviones que ensamblan piezas de Japón, Estados Unidos, Italia y Australia; vacunas que inventan científicos turcos en Alemania con componentes producidos en Canadá, conservados en refrigeradores chinos monitoreados por termómetros islandeses y que se envasan en ampolletas mexicanas o indias. Lo más común, sin embargo, no es eso. Es que entre vecinos, o al interior de una misma zona geográfica, el intercambio sea mucho mayor que entre países de distintos continentes.
No es difícil entender las causas: los costos de transportar insumos y mercancías, el ahorro de tiempo, la familiaridad de los idiomas, el entendimiento cultural, la formación de agregados (clusters) industriales, los incentivos gubernamentales, en fin, todo eso que Shannon O’Neil (Ohio, 1971) llama “el poder de la proximidad”. La internacionalización ha sido, más que una “globalización”, una regionalización económica.
“El mito de la globalización” (Yale University Press, 2022) cuenta la historia de las tres grandes regiones –Asia, Europa y Norteamérica– que concentran alrededor del 90% de la manufactura mundial. Son regiones, de hecho, muy distintas: dos terceras partes del comercio de los países europeos se queda en la Unión Europea; la mitad de la producción asiática permanece dentro de ese continente; menos de la mitad del comercio entre Canadá, Estados Unidos y México se queda en Norteamérica.
Europa se regionalizó como resultado de la vocación política de su posguerra: un largo, escarpado pero sostenido proceso de integración. Asia hizo lo propio conforme al paradigma de los “gansos voladores en V”: los países más industrializados (primero Japón, luego China) lideran a la parvada y, al hacerlo, le indican el rumbo hacia dónde volar. Y Norteamérica, el bloque menos integrado de los tres, se regionalizó mediante un tratado de libre comercio cuyo promesa se ha visto decepcionada por desconfianzas nacionales y celos regulatorios, temas tabú, dificultades de política interna, consecuencias contraproducentes y coyunturas desfavorables (como el 9/11 o el ingreso de China a la OMC).
O'Neil concluye con una bien fundamentada defensa de los beneficios del TLCAN/TMEC y con un alegato muy persuasivo sobre cómo optar por el aislacionismo en un mundo tan regionalizado es una receta destinada a fracasar. Para poder mantenerse competitiva frente a Asia y Europa, Norteamérica necesita aprender de sus limitaciones, aprovechar el potencial que ha desperdiciado y renovar la apuesta por su integración.
Es una experiencia extraña leer un libro que termina así en estos días: no porque el suyo no sea un argumento económico atendible –lo es–, sino porque a pesar de ello la política contemporánea en la región, particularmente en el Estados Unidos de Donald Trump, parece querer caminar muy furiosamente en la dirección contraria.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@carlosbravoreg
MAAZ