Para Max Weber, el problema del nihilismo no es exactamente la falta de valores; es la ausencia de un centro, de una autoridad o una tradición, que los dote de sentido como verdades trascendentes y compartidas. El nihilismo no implica que los valores desaparezcan; significa, más bien, que se trivializan cuando cada individuo puede decidir por sí mismo y según su conveniencia “quién es Dios y quién el diablo”. Dicho en términos religiosos, para Weber la aflicción nihilista es menos la nada de los ateos que el caos del politeísmo.
Wendy Brown (California, 1955) ha escrito un breve pero exigente ensayo para pensar nuestro momento histórico con –y también contra– Max Weber: Tiempos Nihilistas (Lengua de Trapo, 2023). Brown identifica la devaluación de la vida pública y del conocimiento científico como síntomas de un desfondamiento moral de las sociedades actuales que desembocan en la reducción, por un lado, de la política a un caldo de cultivo para la demagogia y, por el otro, de la academia a un campo de batalla ideológico. A partir de ese certero diagnóstico, Brown propone releer desde el presente, aunque sin desconocer la especificidad de su contexto original, las célebres conferencias que Weber dictó a finales de la década de 1910 sobre la política y la ciencia como vocación.
En el ámbito de la política, la respuesta de Weber frente al fenómeno del “desencantamiento del mundo” propio de la modernidad (i.e., capitalista, burocratizada, racionalista, secular, individualista, etcétera) es la figura de un líder político que actúa encarnando, simultáneamente, dos virtudes muy difíciles de conciliar: carisma y responsabilidad. El carisma es un atributo personal que proyecta autoridad e inspira obediencia; la responsabilidad, en contraste, es la capacidad de habérselas con la complejidad trágica de la política y sus consecuencias. Contra la indiferencia y el cinismo nihilistas, el carisma es determinación para entregarse a una causa valiosa; la responsabilidad, sensatez de no dejarse intoxicar por ella.
En el ámbito de la ciencia, Weber proponía una distinción tajante entre hechos y valores, una despersonalización radical del saber. Enemigo de los profetas y los agitadores en el aula, su imagen del quehacer científico estaba basada en un ideal de la objetividad (en palabras de Paul Watzlawick, “la fantasía de que puede haber observación sin observadores”) que raya en lo absurdo y que, irónicamente, lejos de ofrecer una solución a las tribulaciones del nihilismo, termina ahondándolas. Si en la política encontró una posibilidad de redención secular, en la ciencia sólo prescribió la necesidad de una resignación robótica.
La ciencia no puede pretenderse ajena a la disputa entre valores que caracteriza a la política. Una y otra son vocaciones efectivamente muy distintas, concluye Brown, pero repudiar el adoctrinamiento es una cosa y otra es purgar la educación científica de cualquier rastro de conflictividad humana. Tanta asepsia no debilita al nihilismo, lo fortalece.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@carlosbravoreg
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