La crisis política por la que atraviesa Venezuela se ha convertido en otra instancia más que exhibe la diversidad de las izquierdas latinoamericanas. Lejos de una alineación unánime detrás del gobierno de Nicolás Maduro, hay un mosaico de posiciones que muestran no solo las diferencias que existen en ese flanco del espectro ideológico de la región, sino una serie de consideraciones estratégicas muy pragmáticas respecto a lo que cabría denominar (parafraseando a Javier Santiso) “la diplomacia de lo posible”.
Países como Honduras, Nicaragua, Cuba y Bolivia salieron de inmediato a felicitar a Maduro por su triunfo, validando los resultados que dio la autoridad electoral (controlada por el propio régimen bolivariano), muy en la lógica de aquella vieja izquierda que durante décadas se prestó a validar prácticas flagrantemente antidemocráticas en nombre de la lucha contra el imperialismo.
Otros países se negaron a admitir esa versión y fueron abiertamente críticos. Gabriel Boric señaló que las cifras eran “difíciles de creer” y que Chile no reconocería “ningún resultado que no sea verificable”.
El gobierno de Bernardo Arévalo expresó que Guatemala, “como nación comprometida con los principios democráticos y el respeto a los derechos humanos, y ante las irregularidades y denuncias públicas sobre el proceso electoral en Venezuela, rechaza las acciones del régimen de Nicolás Maduro para perpetuarse en el poder”.
De hecho, a pesar de tener gobiernos de izquierda, las posiciones iniciales de Chile y Guatemala fueron más duras que las del resto de sus correligionarios ideológicos e incluso estuvieron más en sintonía con las de algunos gobiernos de derecha –como Uruguay, Perú, Panamá o Ecuador–, aunque sin llegar a llamarle “dictador” a Maduro ni considerar “ganador” al candidato de la oposición, Edmundo González.
Finalmente, Brasil, Colombia y México han optado por una posición más moderada (aunque en el caso de López Obrador luce, además, desesperantemente ambigua), que parece buscar un espacio de intermediación para encontrar algún tipo de salida negociada a la crisis.
Meten presión en la medida que insisten en la necesidad de transparentar las actas y respetar la voluntad del pueblo venezolano, pero le dan tiempo y margen a Maduro al insistir en encauzar institucionalmente el conflicto en un país cuyas instituciones están completamente cooptadas por el oficialismo.
Aquí no hay lugar para la ingenuidad. La solución no vendrá de fuera ni Maduro y su camarilla se irán por las buenas. Y todo, siempre, puede empeorar.
El dilema diplomático de las izquierdas democráticas latinoamericanas en este momento es cómo aprovechar la oportunidad para ayudar a restaurar la democracia en Venezuela pero, al mismo tiempo, evitar que la inestabilidad provocada por esta crisis desemboque en un escenario como el de Nicaragua (de todavía mayor endurecimiento y represión) o el de Siria (China, Rusia e Irán ya le dieron su respaldo al régimen).
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@CARLOSBRAVOREG
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