El próximo domingo acudiré a las urnas con entusiasmo pero también con vergüenza. Vergûenza de la muy mediocre clase política que hemos podido construir en 30 años de vida democrática, correlato de la no menos elemental ciudadanía a la que hemos advenido.
Votaré por una oposición cuya apuesta de futuro es el retorno al pasado, no porque añore la corrupción galopante, el desastre educativo, las componendas con sindicatos o la simulación legislativa encarnada en leyes prosopopéyicas pero sin dientes, sino porque su proyecto, aun si inercial y apático, contiene al menos los rudimentos democráticos formales que podrían permitirnos salir de aquí: división de Poderes –susceptibles de acotarse y vigilarse entre sí–, un Poder Judicial que no responda a intereses partidistas ni esté sujeto a la voluntad de un aparato electoral, un órgano electoral autónomo que garantice procesos ciudadanos, una comisión de derechos humanos que represente a las personas y no a la clase gobernante, un órgano de transparencia que obligue a los funcionarios a rendir cuentas a la sociedad, no a sus compadres.
Me avergonzará ese voto porque con él legitimaré una clase política sorda, ciega y suicida que asiste a su propio funeral por incapacidad para ver cuánto se ha transformado ya no el país sino el mundo. Me avergonzará votar por quienes instrumentalizan a las mujeres y a las minorías –a su candidata enhuipilada la primera– sin atender ni entender el cambio cultural que ha operado en esas franjas de la población. Me preocupará votar por un proyecto que cree que los frutos de la revolución digital son los memes y las coreografías de Tik Tok porque no entiende las repercusiones de la agencia y el activismo digitales, de la economía colaborativa y la omnicanalidad y, de manera más profunda, de una forma de organización que representa a una nueva generación y que prescinde de las elites, lo mismo de viejos comunicadores (como yo) que de viejos políticos (como ellos).
No faltará quien diga que existe una opción que enarbola ese discurso, y tendrá razón. Una parte de Movimiento Ciudadano entiende el nuevo paradigma social y tiene los conocimientos y la experiencia para hacer administración pública a partir de ello. Lástima que ello deba coexistir con un esquema de partido negocio, encabezado por un liderazgo tan oportunista e instrumental como los de la oposición, que opera gran parte del partido como franquicia a subasta entre influencers.
Este 2 de junio no votaré a favor de nadie sino en contra del centralismo autoritario, la opacidad administrativa, el asistencialismo clientelar y la instrumentalización de la desigualdad que representa el partido en el gobierno. Es muy probable que no sirva para enderezar el rumbo. Permitirá siquiera alzar la voz, aún si con la nariz tapada.
POR NICOLÁS ALVARADO
COLABORADOR
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