No me tocó disfrutar de sus grandes triunfos en vivo. Yo nací al año siguiente de aquel histórico ’81; temporada de béisbol de Grandes Ligas en la que Fernando Valenzuela, un pitcher mexicano novato, de apenas 21 años y dueño de un brazo y un control privilegiados, fue clave para que los Dodgers de Los Ángeles alcanzaran y ganaran la Serie Mundial, nada menos que contra los Yankees de Nueva York, su rival histórico. Con un Fernando en la gloria, uno de los héroes de aquellas memorables contiendas. A partir de aquel triunfo, se desencadenó en México y en Estados Unidos la Fernandomanía, mezcla de fanatismo deportivo y culto a un héroe popular, humilde, auténtico y muy mexicano. No por algo, según la encuesta reciente de QM Estudios de Opinión en alianza con Heraldo Media Group, el 85% de los encuestados creen que debe de llegar al Salón de la Fama.
¿Qué más se puede decir entonces?
Aquí es donde la historia cobra un giro personal. Era 1998, yo tendría 16 años. Hermosillo. Naranjeros. Fernando Valenzuela en el montículo del Estadio Héctor Espino. Fue un espectáculo ver a una leyenda viva, ya en sus últimos años como profesional, pero en plena vigencia como ícono popular. Un momento memorable. Sin embargo, no llegué ahí por casualidad ni porque fuera fan de El Toro. Yo lo respetaba, me simpatizaba el personaje. Para aquel partido yo sabía bien quién era Fernando, pero no conocía realmente lo que representaba. Y fue a través de los ojos de mi abuelo que lo viví.
Como buena parte de los mexicanos de aquel entonces, don Javier idolatraba al Toro de Etchohuaquila. Se pegó a las transmisiones narradas por Toño de Valdés, Enrique Burak y Pepe Segarra, apoyados por los conocimientos enciclopédicos de El Mago Septién. Nos ponía a sus nietos los partidos y nos explicaba los detalles del juego. Cuando se confirmó la contratación de Valenzuela por los Naranjeros, mi abuelo quiso ir a verlo y nos acompañó al partido, viviendo momentos de gloria local también. Así que, aquella noche memorable del ’98, la viví a través de los ojos de mi abuelo, de su fuerza, de su entusiasmo, de su orgullo nacional, como el de toda la fanaticada naranjera que idolatraba a su ídolo beisbolero. Estábamos ante un héroe mexicano vivo. Nunca olvidaré a mi abuelo aquella noche. Su sonrisa enorme, su corazón latiendo vivo y fuerte en conexión con otros miles de mexicanos, igual de enamorados de la leyenda, símbolo de su identidad y de su fuerza.
No recuerdo quién ganó el encuentro, pero sé que esa noche adopté al gran héroe colectivo. Me conecté con la energía de la gente, me hizo sentir orgulloso de nuestro país, donde hay gente talentosa que, si encuentra las oportunidades correctas, es competitiva en cualquier lugar del mundo.
Cada vez que escucho hablar de Valenzuela recuerdo a mi abuelo feliz. Una pequeña evidencia de la fuerza inmaterial de los mitos, las leyendas y las historias, que nos conectan de fondo con quienes somos, con lo que amamos y en lo que creemos.
Yo creo en El Toro Valenzuela, en su poder, en su liderazgo, en su magia que trascienden las épocas porque lo que viví aquella noche caliente en Hermosillo nunca se me olvidará.
POR SERGIO TORRES AVILA
@SERGIOTORRESA
PAL