El resurgimiento del populismo es quizá el hecho político más relevante en lo que va del siglo XXI. Ataviado en retóricas de izquierda y derecha, ha pasado de la marginalidad electoral a ser nuevamente una fuerza que disputa el poder, gobierna y amenaza al orden liberal. Su impacto se deja sentir tanto en regímenes presidenciales como parlamentarios, igual en países en desarrollo que en democracias industrializadas con instituciones sólidas.
Un denominador común en los populismos es su ataque al estado de derecho –incluyendo las leyes e instituciones electorales– al que acusa de ser un instrumento opresivo de las “élites” y pretende reemplazar por una supuesta “voluntad popular”, que es en realidad la discrecionalidad del caudillo.
En este sentido, el Estados Unidos posterior a la administración Trump resulta un laboratorio privilegiado para comprender los engranajes populistas. El exmandatario es el primero a quien el Congreso le ha iniciado un proceso de destitución (impeachment) dos veces, además de una investigación por su probable responsabilidad en el ataque al Capitolio, llevado a cabo el 6 de enero de 2021.
Hace una semana, el FBI realizó un (histórico) cateo en su residencia de Florida, por probables actos de obstrucción de la justicia y violaciones a la Ley de Espionaje, incluyendo la sustracción ilegal de documentos clasificados y de seguridad nacional.
Lo preocupante es que, pese a las múltiples evidencias de desacato a la ley, casi 40% de la población está en desacuerdo con la investigación. Si se pregunta sólo a los simpatizantes del Partido Republicano, el rechazo se dispara hasta 72%. Es decir, millones de estadounidenses están dispuestos a cuestionar la ley y sus instituciones democráticas (esas que por casi 250 años les han llenado de orgullo).
Es el populismo en estado puro: crear un conflicto permanente con la institucionalidad, a la que señala como un obstáculo para su causa. Así, la politización de la justicia, especialmente cuando ésta no conviene al líder o sus partidarios, es una de las causas principales de la erosión democrática y la destrucción institucional como política. La congresista Taylor Greene, por ejemplo, ha llegado al extremo de pedir que desaparezca el FBI; ha habido amenazas y agresiones contra funcionarios, periodistas y ciudadanos; los grupos extremistas empiezan a organizarse; diversos medios de comunicación masiva legitiman y difunden teorías de la conspiración.
Si esto ocurre en la democracia más antigua del continente, habría que dimensionar la amenaza. Una primera lección es que las instituciones importan: en un libro de próxima publicación, El Divisor, se narra cómo Trump exigía al Ejército obedecerlo “como los alemanes” a Hitler, pero los generales optaron por ser leales a la Constitución. Una segunda lección es que la democracia es frágil y requiere un consenso popular para sobrevivir. Esta es una batalla permanente que debemos dar desde todos los frentes: el Congreso, los partidos, la sociedad civil, la academia, los medios, las redes. Aprendamos de las lecciones que llegan del norte. “A Republic, if you can keep it”, advertía Benjamin Franklin.
POR CLAUDIA RUIZ MASSIEU (@RUIZMASSIEU)
SENADORA DE LA REPÚBLICA
PRESIDENTA DE LA COMISIÓN ESPECIAL DE SEGUIMIENTO A LA IMPLEMENTACIÓN DEL T-MEC
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