Ingenioso es el encabezado de la edición estadounidense de la revista GQ –cuya fama de ocuparse sólo de asuntos sartoriales es injustificada: su periodismo político y social ha sido y es relevante–: “Políticos del G7 llegan a un acuerdo internacional: nada de corbatas”. La nota es acompañada de la reciente fotografía oficial de los jefes de gobierno de Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido, ataviados todos con trajes azul marino, negro o gris y camisas blancas con el botón superior desabrochado.
El resultado es desigual en términos de elegancia: el peor librado es el británico Boris Johnson, cuyo traje le queda por turnos grande (en los hombros) y chico (en la panza) –acaso quepa leer en ello una metáfora política–, con una camisa mal planchada cuyas puntas de cuello emergen desaliñadas de una pechera de saco demasiado escotada. El canadiense Trudeau y el estadounidense Biden son mejores perchas pero algo de su atavío resulta irritante: la forma en que el cuello de sus camisas se rehúsa a abrirse del todo, evidenciando la impronta de una corbata que adivinamos arrancada a toda prisa segundos antes de la toma, ante la directiva de un encargado de comunicación que habría querido hacerles transmitir con ello informalidad y cercanía.
En un mundo cuyas mores han cambiado, el otrora llamado “traje de calle” ha adoptado una función formal, relegado a bodas, graduaciones y otras ceremonias. Si los jefes de gobierno deciden vestirlo para desempeñar sus funciones será porque éstas son significadas como solemnes: porque a su juicio –o al de su cultura nacional– la importancia del fondo y la forma en la gestión de los asuntos de la polis merece ser reconocida con una indumentaria apropiada.
Cabe también pensar que el servicio público es un trabajo como cualquier otro, que la formalidad vestimentaria distancia a los funcionarios de sus representados y que lo propio para dar voz a la ciudadanía de la que se es parte es vestir como la mayoría: entonces el traje sobrará y se impondrán atuendos que pueden ir del saco y el pantalón de tejido distinto a la camiseta y los jeans.
La solución adoptada para la foto oficial de la cumbre en los Alpes bávaros, sin embargo, opta por construir sin aparente reflexión un medio camino que comunica mal: una informalidad impostada, de dientes para afuera, que –por superficial que sea su materia– resulta en un engaño al público. No son éstos líderes relajados y cercanos sino líderes que quieren hacernos pensar que lo son.
El asunto no es tan menor en el contexto de una crisis de representatividad de esa democracia liberal que encarnan los gobiernos del G7: sus cabezas pueden asumirse elite o ciudadanos de a pie; lo que no pueden –en la forma, como en el fondo– es jugar en ambos equipos a la vez.
POR NICOLÁS ALVARADO
IG: @nicolasalvaradolector
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