Tengo, queridos lectores, el mayor de los respetos por el Ejército mexicano. Me ha tocado conocerlo de cerca en muchas circunstancias y condiciones a lo largo de mi vida, desde en las actividades de rescate y auxilio a la población, en desastres naturales, hasta en las tareas que más recientemente, se les ha involucrado, relacionadas con el combate al narcotráfico y al crimen organizado.
Conocí también un lado mucho más oscuro y lamentable, el del uso que hizo del Ejército el poder político para perseguir y reprimir a movimientos sociales, no sólo en las tristes jornadas de las protestas estudiantiles de 1968, tan brutalmente reprimidas, sino en lo que se conoce como la Guerra Sucia y que tuvo lugar principal, pero no únicamente, en Morelia, Guerrero y Oaxaca, en los años setenta y ochenta del siglo pasado.
Sí bien, casi todos se concentran en 2006, como el año en que las Fuerzas Armadas salen a hacerle frente al crimen organizado, lo cierto es que por lo menos, desde la década de los noventa, su presencia venía en un silencioso aumento.
Lo que rompió la dinámica fue la decisión de convertirlos en el principal brazo ejecutor de la política de combate al narcotráfico, y evidentemente conforme su participación ha crecido, también ha disminuido la urgencia por reparar o crear, una Policía nacional eficaz.
El grado de deterioro es hoy tal que no existe otra instancia capaz de darle batalla, literalmente hablando, al narco.
Prescindir hoy del Ejército y la Marina sería un suicidio institucional, como también lo sería retirarlos prematuramente, mientras no exista un reemplazo coherente.
Pero no por ello debemos dejar de observar con detenimiento y preocupación cómo cada vez más, desde el
poder político, se recurre a lo militar para resolver lo que los civiles no pueden: trenes, aeropuertos, puertos, aduanas, la lista es tan extensa como lo son las ineficacias del aparato burocrático.
El error de origen fue sacar al Ejército de los cuarteles para hacer frente a un enemigo contra el que no estaba debidamente entrenado ni equipado.
Eso fue en 2006, pero en 2012 se siguió por la misma ruta por inercia o comodidad, y en 2018, al darse cuenta de que no había nadie más que pudiera tratar de acotar, ni siquiera vencer, al crimen organizado.
Culpables y responsables son las tres últimas administraciones federales, cuando menos, y todos los que, desde la oposición, han satanizado la militarización para después recurrir a ella.
El problema es que, con cada día que pasa sin arreglar las deficiencias estructurales de nuestro aparato de seguridad y procuración de justicia, la opción militar pasa de ser la más cómoda o conveniente a convertirse en la única.
Y entonces sí, buen desmilitarizador será quien logre desmilitarizar lo militarizado hasta ahora.
POR GABRIEL GUERRA
COLABORADOR
GGUERRA@GCYA.NET
@GABRIELGUERRAC
MBL