Antier se inició el 20 Congreso del Partido Comunista de China, que seguramente tomará decisiones trascendentes para el futuro de la gran potencia, y con repercusiones para la seguridad, la política y la economía globales. Aunque China no es una democracia, y se está transformando en una autocracia en la era de Xi Jinping, es una nación que ha tenido un éxito indudable en las últimas décadas. Ha sabido mantener desde 1949 un gran propósito nacional que la transformó, de una tierra en decadencia, ninguneada por otros países, en una de las dos superpotencias del siglo XXI.
El éxito alcanzado por China reprodujo el logro anterior de Japón, que logró un extraordinario desarrollo desde el siglo XIX, y una fenomenal reconstrucción después de la segunda guerra mundial, que lo convirtió en la segunda economía global, hasta que China, con una población diez veces mayor, lo rebasó hace algunos años.
El modelo japonés, basado en la aplicación de la ley, el ahorro interno, la educación, la inclusión de toda la población, y una rápida industrialización, fue adoptado por Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán, quienes lograron una transformación radical en unas cuantas décadas. Con éxitos variables, ese mismo modelo guía hoy el crecimiento en otras naciones asiáticas como India, Viet Nam y Malasia. Para despegar, todas esas naciones abrazaron un gran propósito nacional.
Si México quiere evitar el abismo de las naciones permanentemente atrasadas, tiene que definir su propósito nacional. Ninguna nación se desarrolló sin una orientación fundamental. Después de la Segunda Guerra Mundial, el país parecía tener rumbo promoviendo la integración del territorio, el desarrollo económico y la industrialización. La nación asumió un mando civil y retornó a los militares a sus cuarteles. Pero no se democratizó, ni construyó instituciones sólidas en materia de justicia y seguridad. Mantuvo por tiempo indefinido un modelo de desarrollo cerrado y excluyente.
Agotado ese modelo, en los ochenta y noventa del siglo pasado emprendimos la apertura económica y política. Se suscribió el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) como si, por sí sólo, fuera una garantía de desarrollo. Se crearon instituciones autónomas para la democracia, como la CNDH, el INE, el INAI y, por primera vez, una Suprema Corte de Justicia independiente. Por supuesto que hubo una transición a la democracia, con alternancias en los partidos dominantes en el Congreso, estados, municipios y en la presidencia.
Pero los gobiernos de la era democrática carecieron de un propósito nacional, consensado con toda la sociedad. Combatieron poco la desigualdad y la exclusión de amplios sectores de la población, sobre todo en el sur del país. Redujeron la presencia del estado y apostaron casi todo al libre comercio. Igual que en épocas anteriores, confiaron en la migración, la familia y la solidaridad comunitaria para mantener la estabilidad.
Su discurso fue “macroeconómico”, como si los innegables éxitos comerciales significaran algo para la vida diaria de la mitad de la población que permaneció en la pobreza. No lograron consolidar nuevas instituciones nacionales para mantener la seguridad y la justicia y sucedió lo peor: floreció el narco y el crimen organizado. Se mantuvo la corrupción y la impunidad. Se multiplicó la inseguridad y la violencia. Es cierto, la vecindad con Estados Unidos, tan benéfica para la economía, no ayudó con su consumo de drogas, lavado de dinero y tráfico de armas.
En 2018 López Obrador capitalizó, con un discurso excluyente, el enorme resentimiento social. Ofreció quimeras, y repartió dinero en efectivo a una tercera parte de la población, a quienes no sacará de la pobreza, pero les alivia penurias cotidianas. Para lograrlo, dejó de lado gastos esenciales en salud, educación e infraestructura.
Acabó con fondos y fideicomisos que le heredaron gobiernos anteriores, y cometió errores muy costosos que redujeron aún más el crecimiento del país. Polarizó. Le hizo sentir a la clase media, no a la “mafia del poder”, que era la responsable del fracaso nacional. No fortaleció el estado de derecho, del que se derivan todas nuestras lacras ancestrales. Concentró el poder, rechazando escuchar y consensar, con toda la sociedad, un propósito y metas nacionales.
La historia de las últimas décadas muestra que las naciones exitosas son las que definieron un propósito nacional y lo mantuvieron a pesar de diferencias internas. No sólo son asiáticas. También son países relativamente pequeños como Israel, los Emiratos Árabes Unidos, y naciones nórdicas, como Finlandia, Noruega o Suecia, a quien se les ha unido recientemente Irlanda.
¿Qué une a todas esas naciones tan diversas entre sí? Que todas, en un momento de su historia, consensaron un propósito nacional, que mantienen contra viento y marea. Hoy promueven un desarrollo realmente incluyente y sostenible, tratando de no dejar a nadie atrás. Respetan el estado de derecho. Invierten en desarrollo humano (alimentación, salud y educación). Promueven la inversión pública y privada sostenida. No cambian las reglas del juego al capricho del líder del grupo en el poder. Con esos ingredientes recuperaron el orgullo y definieron un auténtico propósito nacional, no de secta, ni de grupo.
Las elecciones de 2024 deberían ser la oportunidad para escuchar a la sociedad, consensar nuestro propósito nacional, sin estigmatizar a nadie, sin exclusiones.
POR MIGUEL RUIZ CABAÑAS ES PROFESOR EN EL TEC DE MONTERREY
@MIGUELRCABANAS
MIGUEL.RUIZCABANAS@TEC.MX
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