COLUMNA INVITADA

Nueva era en la Casa Blanca

Es válido contrarrestar los decretos trumpistas con otros tantos de la pluma de Biden, pero la administración demócrata sabe bien que su verdadero campo de batalla está en la legislación que pueda pasar por un Congreso en el que apenas tienen mayoría

OPINIÓN

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Alejandro Poiré / Colaborador/ Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: FOTO: Especial

Se ha iniciado la presidencia de Joe Biden con un sinfín de órdenes ejecutivas que tienen como propósito desmantelar, en la medida de lo posible, algunas de las peores vertientes de la administración de su antecesor: la de la xenofobia como estrategia migratoria, la de negar la ciencia como base para la toma de decisiones, la de frenar el crecimiento de la cobertura del sistema de salud, y muchas otras que tendrán efectos significativos en el corto y mediano plazo.

Biden ha sido criticado por esta serie de acciones a espaldas del Congreso, e incluso se le ha comparado con Donald Trump, quien hizo de estos “decretos” su principal arma de política pública –y de hecho de su misma narrativa política. Quizá si usted evoca a Trump gobernando, la imagen que le venga a la mente sea un tuitazo escandaloso, un gesto descompuesto en alguno de sus discursos, o más probablemente esa horrenda firma de trazo desesperado al calce de alguno de sus muchos decretos. ¿Verdad que hasta el momento no ha visto ni una sola vez la firma de Biden?

Pero la lógica política que anima los decretos de Joe Biden es muy distinta a la que impulsaba a Trump, para quien se trataba de asegurar la iniciativa y centralizar el poder y el discurso lo más posible. En su aspiración de apoderarse del Partido Republicano, y de consolidarse como líder hegemónico por varios periodos en la Casa Blanca, Trump usaba los decretos tanto para cambiar la forma en que operaba el gobierno como para arrogarse por completo la responsabilidad de esos cambios, y muy particularmente para que fuera su propia voz la que explicara por qué, por ejemplo, había que prohibir la entrada a Estados Unidos de nacionales de ciertos países de mayoría musulmana.

De nada importaba que tuviera mayoría en el Congreso –que la tuvo los dos primeros años de su gestión; el respaldo y certeza que tendría un cambio de ley, que además probablemente habría implicado una mayor calidad de la política pública, era para Trump un obstáculo a la centralización de la atención y la responsabilidad política. No se trataba de gobernar bien, sino de amasar más poder.

Para el tío Joe la cosa es muy distinta. El corazón del asunto es desmantelar mala política pública al tiempo que se desarma el engranaje del odio que trató de construir su predecesor. Es válido contrarrestar los decretos trumpistas con otros tantos de la pluma de Biden, pero la administración demócrata sabe bien que su verdadero campo de batalla está en la legislación que pueda pasar por un Congreso en el que apenas tienen mayoría, y tan solo asegurada por dos años.

Todo ello explica la indiferencia estratégica de la nueva Casa Blanca al juicio político contra Donald Trump. Al margen de lo que piensen que es correcto para el futuro de la democracia estadounidense –quiero pensar que castigar a quien desde la presidencia intentó robarse la elección–, la dupla demócrata sabe que quien debe juzgar a Trump, el senado estadounidense, será quien tendrá que aprobar cualquier reforma legal. Y su agenda es mucho más ambiciosa que darle una lección al demagogo populista: se trata de pasar legislación que asegure la recuperación económica y sanitaria de los Estados Unidos, de reactivar la primacía estadounidense en un mundo de colaboración internacional y con una postura de firmeza ante China, de impulsar una reforma de derechos civiles que reactive la agenda de inclusión y de igualdad, y una larga lista de tareas de recomposición social que serán de enorme dificultad para negociar en el Capitolio. No están para quemar la pólvora en infiernitos.

POR ALEJANDRO POIRÉ
DECANO CIENCIAS SOCIALES Y GOBIERNO TECNOLÓGICO DE MONTERREY
@ALEJANDROPOIRE