Una de las lecciones que esta pandemia ha dejado es el apreció por la vida, aunque también, un miedo irracional ante la muerte. Cuando creíamos haber vencido la enfermedad por el avance sorprendente de la ciencia, cuando la esperanza de vida había aumentado significativamente las últimas décadas superando en algunos países la media de 85 años, cuando la realidad de la muerte parecía desvanecerse en el inconsciente colectivo de las sociedades contemporáneas, llegó el Covid-19 a recordar por todo el mundo los límites de la existencia humana.
Algo tan elemental como el ser mortales, como el estar conscientes de que estamos de paso y que, por tanto, la presencia de la muerte es compañera silenciosa durante el caminar por la tierra, se nos había olvidado. Una de las primeras cosas que se aprende al montar a caballo es que para caerse solo hace fala subirse, de la misma manera que para morir solo hace fala vivir.
Esto no significa que al sentir cercana la amenaza de muerte como ha sucedido en esta pandemia juguemos a desafiarla con temeridad. No me refiero tampoco a la irresponsabilidad de quienes no toman precauciones ni se preocupan por cuidar la salud de los demás. Me refiero a la actitud de quienes, por evitar el contagio a toda costa, permanecen encerrados en su caparazón lamentando las calamidades que nos asechan, de quienes apanicados como si se aproximara el fin del mundo, se dedican a sembrar desesperanza, de quienes por un miedo irracional que deprime y paraliza, han renunciado a la alegría de vivir para lograr sobrevivir.
El materialismo del mundo moderno es, sin duda, el que ha atrofiado en nuestros contemporáneos ese sentido de trascendencia tan presente de una u otra forma, en las civilizaciones antiguas. Conscientes de su fragilidad y de la fugacidad de la existencia, guiados por su intuición natural y por la sabiduría de la vida, dirigían la mirada a un más allá que saciara las ansias de eternidad y el anhelo de felicidad plena al que aspira el corazón humano.
La brevedad de nuestro paso por la tierra y la promesa de dicha en la eternidad, ha sido el fundamento de la esperanza cristiana en las generaciones pasadas, certeza que anima también hoy día al hombre de fe dando sentido a su existencia. Sin embargo, es algo que tenemos que alimentar continuamente si no queremos perdernos en falsos espejismos que ponen sus apuestas de felicidad, en la llegad de la vacuna.
Hace unos días amanecimos con la noticia tan esperada, ya estaba a disposición una vacuna segura y efectiva contra el Coronavirus. Darán prioridad en su aplicación a la población de alto riesgo, entre ella a quienes sobrepasan el sexto piso del edificio de la vida esperando alcanzar algunos más. Se me vino a la memoria una frase que cobra ahora todo su sentido, no se trata de añadir más años a la vida sino de dar más vida a los años, aprovechar el tiempo que nos queda no para sobrevivir a la pandemia y poderlo contar a nuestros hijos y nietos, sino para dejar un legado valioso a las generaciones futuras, el legado de sabiduría que deja la experiencia de los años. Es grande la tarea que enfrentamos.
Por la energía y optimismo propios de la edad, son los jóvenes quienes deben asumir los retos que plantea el mundo futuro, sin embargo, también ellos sufren efectos devastadores para enfrentarlos. Y no me refiero a los efectos de la pandemia. Con la llegada de la vacuna terminaremos por vencer al Coronavirus como se han vencido tantas otras epidemias a lo largo de la historia, millones se vacunaron y después murieron. Me refiero a los efectos devastadores de la nueva corriente de un pensamiento falto de espiritualidad, me refiero al materialismo que pregona un mundo sin Dios falto de esperanza.
La vacuna en los mayores únicamente se justifica por el legado que dejen a las generaciones futuras, no por haber sobrevivido a la pandemia sino por haberles transmitido la alegría de vivir y el valor de toda vida a pesar del sufrimiento.
POR PAZ FERNÁNDEZ CUETO
COLABORADORA
PAZ@FERNÁNDEZCUETO.COM