Mark Cousins, uno de los mejores críticos de cine del mundo, escribió hace tiempo que no existe forma de superar el Nosferatu de F.W. Murnau por muchas razones, pero una específica: apareció en el momento perfecto. Y estoy de acuerdo con él.
Dicho esto, había cierta incertidumbre en el tratamiento que Robert Eggers le daría al viejo Conde Orlok, sobre todo después de ese fracaso llamado El Faro, donde desaprovechó a dos grandes actores en una historia sin pies ni cabeza.
Sin embargo, bastan unos cuantos minutos para darse cuenta que el camino que eligió, el de retomar un clasicismo que se nota desde la selección de colores para, como en los veintes de hace un siglo, distinguir entre el sueño, la realidad y el terror, es el adecuado.
La historia es la misma de 1922 y 1979: Ethan Hutt es un joven agente inmobiliario, quien es enviado a un pueblo de Europa del Este para concretar una venta con un viejo conde, quien desea una propiedad en Alemania. El traslado del nuevo vecino de los Hutt llevará desastres y una serie de situaciones sobrenaturales a la población, las cuales poco a poco pueden revelar la verdadera identidad del noble europeo.
Eggers fue muy inteligente en muchos aspectos: además de retomar aspectos de los Nosferatus de Murnau y Herzog, algunas escenas de Los Inocentes y de otros clásicos del horror, le dio las partes más importantes de la narración a Willem Defoe, el mejor actor de su ensamble, quien no decepciona.
La narración fragmentaria ayuda también a mantener un buen ritmo, mientras que el trabajo de Lily-Rose Melody Depp, con una eterna cara de asco, ayuda a redondear una buena película, cuya única mácula sea quizá la excesiva cantidad de fluidos (de varios tipos) pero, bueno, en palabras de Billy Wilder, nadie es perfecto.
Nosferatu se encuentra en cartelera en la mayoría de los cines del país.