El año empezó pomposo. Al menos para la Compañía Nacional de Ópera, que para abrir presentó una gala con Elina Garança, el pasado 2 de marzo. No es la primera vez que Garança visita México, pero sí el Palacio de Bellas Artes.
En esta ocasión se hizo acompañar por la orquesta del teatro, que tuvo como director a un muy atento Constantine Orbelian, en un programa conformado por selecciones operísticas muy clásicas, y de zarzuela, género al que ella ha acudido con personal gusto.
Considerada por la mayoría como la mejor exponente actual de su tesitura, tiene sus críticos. Críticos muy singulares quienes le reprochan, particularmente, aquello por lo que otros nos hemos enamorado cada vez que la escuchamos: la perfección técnica y la elegancia de su canto; es incomparable, perfecta. Pero para muchos, demasiado pulcra y preparada. No hay en sus actuaciones gesto no estudiado, deliberado. A mí, aunque los considero, no me parece que le reste humanidad o calidez a su presencia escénica o sonora.
Que bendición enfrentarte como crítico a una artista así, donde la discusión sea lo deliberado y natural, o no, que resulta un gesto escénico.
Que bendición, luego, para quienes asistimos el martes siguiente a la masterclass que brindó en la Universidad Panamericana: una sesión de aquellas reveladoras donde las explicaciones sobre la corporalidad desde la que nace el sonido y el concepto del sonido mismo pueden aplicarse a cualquier tesitura o instrumento.
La Ópera de Bellas Artes continuó su temporada el domingo 12 con el estreno de una nueva producción de Orfeo y Eurídice de Gluck, con escena a cargo de Antonio Castro y dirección musical de Iván López Reynoso, en uno de esos momentos que, no por esperados, dejan de ser satisfactorios. El mayor acierto de la corrida es la música: López Reynoso ofrece una lectura no espectacular, pero que agrada por su limpieza y naturalidad. Tuvo en Leandro Marziotte, su protagonista, a su principal aliado y acertada fue también la presencia de Anabel de la Mora como Eurídice.
Las dudas comienzan a surgir en la escena. Poéticamente iluminada por Víctor Zapatero, enmarcada por la escenografía de Adrián Martínez Frausto, promete en los primeros minutos la misma limpieza de lo que se escucha, pero apenas han pasado dos escenas y la limpieza se convierte en monotonía, que termina siendo un letargo de movimiento y falta de imaginación que cansa.
Todo es duda al final, cuando la pertinencia aparece en la discusión. Pregunté en este espacio hace unas semanas qué nos decían las programaciones de las orquestas. Nos lo cuestionamos al elegir las obra de teatro que vemos y continuamente en los discursos del cine actual. Lo deberíamos hacer con la ópera. Y no creo que este Orfeo nos diga algo en 2023.
¿Debe haber razones extramusicales, incluso sin argumentar si las musicales son o no suficientes, para justificar presenciarlo? ¿Queremos discutirlo? Quien diseñó y decidió esta puesta… ¿lo dialogó consigo mismo? ¿Y con Gluck?
PAL