La joven novicia rompe el silencio y las sombras de la noche que dominan los pasillos de la vieja finca española. Su sonambulismo interrumpe otro ritual, el de don Lope, el amo y señor del caserón, quien bajo las espirituosas notas del Réquiem de Mozart se entregaba a los placeres de la necrofilia y el fetichismo, recordando a su esposa muerta en la noche de bodas justo antes de consumar el matrimonio. Lope sigue a la sonámbula, nada menos que su sobrina Viridiana, próxima a tomar los hábitos, por los pasillos en penumbra hasta llegar al calor y el brillo del fuego que emanan de una chimenea cercana. La joven se arrodilla y arroja varias madejas de estambre a la lumbre. Después toma un puñado de cenizas y se las lleva en un recipiente. Todo lo observa Lope, cuya expresión pasa del asombro al deseo cuando ve que, al arrodillarse su sobrina, el ligero camisón que porta deja entrever sus juveniles piernas. Viridiana echa a andar por los pasillos hasta los aposentos del viejo y arroja las cenizas sobre la cama. Se marcha enseguida, mientras Lope trata de racionalizar el extraño episodio…
Cualquier actriz del mundo puede sentirse orgullosa de participar en una secuencia como la anteriormente descrita. Más que un episodio en un filme, el fragmento tiene la contundencia, misterio y sensualidad de un ritual pagano en el cual Eros y Thanatos se dan la mano. Silvia Pinal, nuestra Silvia, tuvo a bien entregarse en cuerpo, alma y talento a uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos, el aragonés universal Luis Buñuel, quien desde mediados de la década de los 40 y en medio del crepúsculo de la llamada Época de Oro del cine mexicano aportaba a la filmografía mexicana cintas eminentemente comerciales en las cuales su genialidad como cineasta y los destellos de su actitud surrealista ante el mundo aparecían en la forma de elegantes transgresiones del realismo impuesto por las reglas de mercado de esa misma industria.
Una década después del escándalo provocado por Los olvidados (1950), a causa de su doloroso retrato de la miseria moral que rodea a un puñado de chicos callejeros, y tras una primera película realizada bajo una notable libertad creativa como la extraordinaria Nazarín (1958, producida por el yucateco Manuel Barbachano Ponce, impulsor de una visión autoral del cine), Buñuel recibió la visita del empresario Gustavo Alatriste, quien lo invitaba a filmar una película en las condiciones y con el tema que deseara. Era en realidad una petición de un hombre enamorado de su recién esposa, de profesión actriz y quien deseaba colaborar con el cineasta, aunque no fuese en el rol estelar si era necesario. Una vez superada su desconfianza inicial ante una convocatoria que implicaba libertad creativa y un salario superior al que había recibido por proyectos anteriores, Buñuel se reunió con Julio Alejandro para orquestar un drama de fuertes ecos galdosianos en el cual un viejo hidalgo español, propietario de una finca en la cual el tiempo se ha detenido, provoca que su sobrina Viridiana, próxima a contraer nupcias eternas con Dios, pase una temporada con él con la finalidad de declararle su amor y casarse con ella, pues es la reencarnación misma de su difunta esposa. Ella se niega y con ello provoca su destrucción. Condenada a vivir en el mundo, pues las sospechas de que ella provocó la tragedia de su pariente se han regado por doquier, Viridiana decide santificarse por su cuenta, adoptando, además de una soberbia actitud, a todos los mendigos del pueblo cercano en un acto masivo de caridad que le traerá terribles consecuencias.
Como barro para ser moldeado, Silvia Pinal se transformó en manos de Buñuel en la soberbia protagonista del filme. Lejos ya estaba la joven de notable simpatía y serena belleza que enamoraba al gángster ferrocarrilero interpretado por Tin Tan en El rey del barrio (Gilberto Martínez Solares, 1949) o la sensual heroína de musicales como Mis tres viudas alegres (Fernando Cortés, 1953). Tampoco al maestro le interesaba esa Silvia Pinal que habitó a mujeres fatales como la insaciable amante de Un extraño en la escalera (Tulio Demicheli, 1955) o la joven caprichosa enamorada de un rudo mecánico en El inocente (Rogelio A. González, 1956). De la elegancia y el sino trágico de un Arturo de Córdova a la simpatía irrepetible de Pedro Infante, Silvia Pinal entró a un universo fílmico único, en el cual su explosiva sensualidad dio paso a la actriz de carácter, dando vida a una Viridiana soberbia, inflexible, que niega su propio ser en aras de una santificación en vida que no llegará nunca en esa España franquista que sumerge en la oscuridad las pasiones más profundas del hombre.
Vino después otra obra maestra, El ángel exterminador (1962). Del cuestionamiento de la caridad, Buñuel pasa a una implacable reflexión acerca de cómo la condición humana vive encerrada hasta la locura entre sus propios prejuicios y mezquindades sociales. Retrato de una burguesía expuesta a un encierro deshumanizante que los acerca cada vez más a la bestialidad, Silvia Pinal encarna a una misteriosa invitada al banquete que se vuelve bacanal, bajo el nombre de Leticia, La Valquiria. En medio de un reparto multiestelar que incluyó a nombres como Enrique Rambal, Augusto Benedico, Claudio Brook, Ofelia Guilmáin o Bertha Moss, entre muchos otros, Silvia Pinal deambula entre la decadencia de una clase social condenada a la autodestrucción.
En la cumbre de su expresión como autor cinematográfico, Luis Buñuel orquestó en Simón del desierto (1964, filme que quedó en 45 minutos de duración, al ser parte de una antología que nunca se terminó) uno de los grandes retos actorales de Silvia Pinal, como lo fue interpretar al Maligno en persona, tentando constantemente al anacoreta Simón, quien permanece inmóvil en una columna erecta en medio del desierto de su propia soberbia y necedad anhelando ser un santo. Sensual, lúdica, transgresora, insólita, Silvia Pinal es el Diablo más hermoso de la historia del cine. Todo lo que empieza tiene que acabar. La relación entre Gustavo Alatriste y Silvia Pinal llegó a su fin. Y con ello, la aventura en el multiverso buñueliano también. Nos queda la inmortalidad que tiene el cine para disfrutar de esta trilogía exquisita, genial, en la cual Buñuel encumbró a Silvia Pinal como una figura hecha para el cine mundial.
PAL