LITERATURA

Cartas de humo: Parte 1

"La primera carta llegó. Traía escrito mi nombre. Más que una carta, era una declaración". Descubre la primera parte de Cartas de humo de Blanca Sánchez Flores

CULTURA

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Cartas de Humo por Blanca Sánchez Flores.Créditos: Especial

Por: Blanca Sánchez Flores

Existen pasados que marcan sendas. Yo, en mí ahora, las reconstruyo.

¿Cómo no recordar que una vez nos quisimos?

Contigo mi mente se nutrió de eternidades. Iluminaste mis entrañas antes mustias y apacibles con tu pasión vital de joven enamorado.

Abrir el baúl inerte y descubrir en él mi bolsa de canicas, trae a mi mente recuerdos de nostalgia y dicha.

Lograste enamorarme con misivas de amor, en las que me envolviste en un mundo de fábula, en el que sigo inmersa.

 

Yo, niña que disfrutaba jugando al trompo y al balero y vestía con pantalón pesquero.

Mamá compraba vestidos de holanes y listones de colores vistosos. Yo los metía en bolsas de plástico y los guardaba bajo llave en el ropero.

 

La primera carta llegó. Traía escrito mi nombre.

Más que una carta, era una declaración. Yo tenía 14 años, igual que tú.

Decías que te gustaba y querías ser mi novio porque te seducían mis ojos, mi forma de tirar a las canicas y otras frases que me hicieron sentir dócil.

Esa carta cambió mi vida.

 

Aunque pedías respuesta, no la mandé. Pero la niña del pantalón pesquero quedó seducida.

Saqué del ropero esos vestidos doblados y me olvidé del otro atuendo.

Cambié el peinado, ya no engomaba el pelo con limón; conocí, entonces, el “crepé” y las anchoas, que hacen que el pelo parezca rizado, y pellizqué mis mejillas para darles el color de las manzanas.

Guardé en el baúl la bolsita de lona con canicas.

Olvidé los juegos con los amigos, ya no más trompo ni balero.

Me entregué a la nostalgia, al suspiro…

 

Mamá me miraba preocupada, ya no salía a jugar.

Hacía tarea y miraba el reloj para que diera la hora de salir al pan y ahí poder mirarte. ¡Sólo mirarte!

 

¿Por qué te amé? Y todavía preguntas. ¿Cómo no amar a quien desenredó nudos de la mente y tejió magia?

Fuiste mi prestidigitador, cambiaste el entorno de mi vida hacia esa senda desconocida del amor de niña.

 

Las cartas se sucedían una y otra. No había respuesta.

Mi corazón desbocaba cuando salía al pan. ¡Ahí estabas!

Traías puestos patines de cuatro ruedas amarrados con mecate.

Yo te veía como patinador de cuento de hadas.

Muchas veces quisiste alcanzarme. Silbabas para alertarme, pero yo corría con mi bolsa de pan y me escabullía.

 

Ese día, salí -eran las siete de la noche-, bien arregladita con un

vestido blanco, sin mangas y mucho vuelo. Tenía estampadas cuatro manzanas rojas.

Había incluso tomado del tocador de mamá un poco de perfume.

 

Mis ojos se cansaron de buscarte. Corrí a la panadería, me asomé sigilosa para encontrarte, pero no estabas.

Sumaban ya doce las cartas recibidas.

En la última había una sentencia: “Si hoy no recibo de usted respuesta, me daré por vencido”.

Ese día no corrí, caminé despacio, para dar tiempo por si algo te había retrasado.

Pero no apareciste.

Muy triste, entré por el zaguán grande y oscuro. Di vuelta en el pasillo estrecho antes de llegar a casa. ¡Ahí estabas!

Esta vez sin patines. Con el pelo arreglado y la mirada que sacaba lumbre y casi condenaba.

Sentí que me desmayaría, pasé saliva. Dijiste: “Buenas noches”. Mi corazón y pulso se alborotaron cual canicas chocadoras.

Me miraste y no agregaste nada. Inhalé un dulce aroma con tu cercanía y cuando quise pasar al lado tuyo, pusiste el brazo para impedirlo.

Te miré asustada y ¡me estampaste un beso!

Ahí sentí el dardo certero del amor.

Me escabullí por debajo de tu brazo.

Corrí apretando con tal fuerza la bolsa que mamá me regañó y preguntó por qué las conchas estaban apachurradas.

 

Esa noche conocí el insomnio. Te veía ahí parado esperando mi paso y ese beso sin malicia aún lo saboreaba, cerraba los ojos y sonreía.

 

Pasaron cinco años antes de volver a vernos.

Pretendientes llegaron a tratar de conquistarme, pero eran ilusos, vacíos, sin esa galanura que me había enamorado.

Al tiempo descubrí que esa cosquilla en el corazón con hundimiento de estómago se llama amor.

 

Recuerdo un día llegar a casa del colegio. Papá tenía en las manos ese block de dibujo que yo había forrado y donde guardé las doce cartas.

Las había encontrado y ahí regadas yacían en el suelo, como cualquier basura, cuando eran mi tesoro más preciado.

Papá, circunspecto, inquirió:

— ¿Qué significa esto?

Mis ojos ardían, trataba de sujetar las lágrimas. Quería gritar que eran mías, escritas para mí por ese ser al que sin saberlo amaba…

Me dijo en tono serio que las recogiera y que lo siguiera.

Así lo hice. Me condujo al cuarto de baño. Abrió el boiler, metió combustible.

Sacó la caja de cerillos; prendió uno y lo acercó al quemador. De inmediato ardió.

 

Ahí, entre luces rojas y azules, me ordenó que metiera las cartas…

Una por una las vi consumirse y con ellas parte muy preciada de mi historia de amor.

Quise esconder alguna en la bolsa del uniforme, pero no pude. La última que vi

arder rompió mi corazón y las lágrimas sujetas escaparon…

Salí corriendo del baño y me asomé por la ventana. El humo que salía por la

chimenea hilvanaba palabras y volutas de humo en forma de corazón…

Pedí a Dios que tú las vieras…

continuará…