VIRGINIA WOOLF

Deseo de no ser entendida

El ímpetu por las letras puede surgir con un diario de viaje; la autora regresa a los orígenes que dieron paso a la creación de sus primeras historias y repasa los motivos para seguir escribiendo

CULTURA

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CONTEMPLACIÓN. Foto: Mena Sánchez Cuevas.Créditos: Mena Sánchez Cuevas

Escribí un Diario de viaje a los nueve años durante un verano, en un campamento internacional. Niña extranjera que se aburría fácilmente, fingía dolores de estómago para retirarme a la cabaña y anotar estrategias de huida y perderme por las montañas y los lagos que me rodeaban. Imaginaba que la policía me iba a buscar por el inmenso bosque gritando mi nombre hasta encontrarme. Al regresar a mi país, contaría historias insólitas de lo que allá me había ocurrido en mi aventura y no simples anécdotas de fogatas con malvaviscos rostizados y paseos a caballo.

Retomé el ejercicio a los 14. Escribía sin pausa, día tras día. Quería dejar constancia de mí, recordar en el futuro lo que había hecho en el pasado. Por las noches, al poner por escrito mis pasiones, dudas, y lo que creía saber con seguridad, analizaba mis hábitos, estados de ánimo, reacciones, con la esperanza de comprender, o no, por qué hacía las cosas que hacía. Me hubiera gustado ser un Kafka con dolor de cabeza, atormentado y tuberculoso, o una cansada Virginia Woolf dentro de su habitación propia capturando momentos de vida, en medio de una negra depresión. En cambio, a mí la sangre me corría rápido por las venas y por todas partes, era un volcán desbordado, el corazón parecía acelerarse con arritmias a punto del infarto emocional, llena de sensaciones como remolinos de fuego que intentaba transmitir sobre las páginas en blanco.

¿Era yo misma la confidente sordomuda a la que me dirigía? ¿La destinataria de mis divagaciones? No lo sé, y no es lo importante. Volcaba en el Diario los coágulos de mis secretos, que eran muchos, y a veces ni yo misma podía digerir. Hablaba de primaveras largas e inviernos cortos, amores fugaces y besos de lengua, canciones, intensas amistades, muchos viajes a la playa y pocos en tren.

SOMBRAS. Foto: Mena Sánchez Cuevas

Usaba un cuaderno por año y los guardaba en el fondo del cajón de un buró al lado de la cama, escondite seguro, según yo. Me daba pavor que alguien los descubriera y se informara sobre mis reprimidos instintos de asesinar a la abuela que me regañaba sin motivo o de mi afición por coleccionar huesos de animales muertos.

A veces las narraciones eran aburridas y ordinarias. Comencé a escribirlas sin importar si habían pasado o no, a hacerlas parecer más atractivas de lo que en realidad eran, y así simular que era una joven con una vida salvaje y arriesgada. Empecé a exagerar y distorsionar los eventos; las libretas se transformaron en una compilación de cuentos quiméricos, desordenados, con mundos más entretenidos, espacios paralelos y tiempos diferentes donde habitaba mi réplica. Las reuniones familiares se convertían en un zoológico con hienas, reptiles y chachalacas. Fui un mueble que observaba a mis padres discutir en su habitación, una nube que siempre llovía sobre alguien, un viejo sabio que intercambiaba por un par de monedas los secretos para ser feliz. Mi casa no era la mía, sino un castillo medieval. Fui una gimnasta checa en las Olimpiadas del 68. Paseaba por la ciudad con vampiros sedientos de sangre humana a cuyo círculo cerrado y perverso yo pertenecía. Me entrené como espía en Moscú. Viví en Júpiter, encarnada en un extraterrestre. Me devoró un león en la sabana africana. Fui una groupie que perdió la virginidad en un tour con su cantante de rock favorito. Morí siete veces y resucité las que quise.

Desarrollé personajes con quienes dialogaba para no sentirme tan sola. Ellos manifestaban los sentimientos que yo jamás revelaría, tenían más valor, se enamoraban sin miedo, volaban, tenían la edad que deseaban tener, o todas al mismo tiempo.

La brecha entre lo que sucede y se cuenta es muy delgada, y ahí vivía yo, en esas historias más mentira que verdad.

Uno se casa o lleva un Diario. Sucedió lo primero. Tuve que guardar en la cabeza todas esas fantasías que no me convenía detallar. Seguí con la ficción, donde puedes hacer de todo y no hay nada de qué arrepentirse. A pesar de que busqué 232 razones para no hacerlo, me divorcié. No he podido retomar el hábito del Diario, y no sé si pueda volver a hacerlo.

Encuentro que mis temáticas se repiten de forma irremediable, pero es lo que me interesa: la locura, el juego del doble, lo violento, la piel, la ambigua condición del ser humano, la muerte, la sangre. El placer, las perversiones. Mis manías, lo que me perturba y fascina, mi estructura obsesiva o mi histeria. Me gusta la intertextualidad, la asociación libre con la que puedo entretejer escenas, a veces tan caóticas como mi propia mente. Me empeño en que los sentidos y las sensaciones rijan mis relatos, la mirada, el tacto, el gusto. Utilizo oraciones cortas, un ritmo fragmentado, igual que cuando hablo. Soy muy lenta, reviso una y otra vez los párrafos, los redacto de nuevo, pierdo el juicio cuando noto que mis historias me aburren, cambio la trama, regreso a la original. Sufro al teclear, aunque también me divierto.

PORTADA. Del libro Llegada la hora (2019), Karla Zárate. Dharma Books.

El hilo conductor de todo lo que escribo es, quizás, el cuerpo, su materialidad y cada parte que lo constituye. Porque ahí es donde vivo y desde donde narro.

Al escribir no me detengo a pensar si soy mujer o no; perdería muchas horas y espontaneidad. Me enoja la desigualdad laboral y desapruebo cualquier tipo de abuso, pero para mí ser mujer no ha sido un obstáculo. El verdadero enemigo soy yo, mis bloqueos, inseguridades, mi prosa que a veces no fluye como quisiera.

No sé si pertenezca a una generación literaria, y me pone nerviosa la idea de encajar en algún grupo con una ideología o estilo semejantes. Lo que intento como narradora es tener una voz particular. Soy una persona que escribe, soy Karla Zárate, mexicana, con más limitantes que virtudes, pero con vivencias propias que me diferencian. Quiero seguir contando historias, que con ellas el lector se entretenga o se incomode, pero que quiera seguir leyendo, que vaya conmigo a esos otros lugares que la ficción ofrece.

¿Para qué escribo? Para dar a conocer la idea que tengo del mundo, transmitir mi dolor, la soledad, para no aburrirme, para exponerme, ser mirada, para hablar de mí, de ti, para que me quieras más. Esperando y no, ser entendida.

No quemen mis Diarios ni libros, como pidió Kafka antes de morir. Reciclen cada hoja de papel para que alguien más, en otro tiempo, escriba nuevas historias sobre ellas.

Por Karla Zárate

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