Despertar con un mensaje de tu ex no es la mejor manera de empezar las compras navideñas.
“¿Cómo vas?”, me escribió.
Él, Pablo, mi novio de cinco años, acababa de cortarme una semana antes de Navidad porque “lo nuestro ya no era lo mismo de antes”.
Sí, los últimos días ahogué mis penas en galletas de jengibre y ponche. Pero, ¡¿con qué pantalones me preguntaba eso?! Decidí concentrarme en mi misión: comprar los regalos para mi familia sin abollar demasiado mi alcancía.
Los productos en las repisas de la juguetería lucían tan bien acomodados que daban miedo. Sabía que mi sobrino quería uno de esos coches, pero ¿en serio? Había más opciones que las marcas que encuentras en el super de leche entera, deslactosada, light y vegetal todas juntas. Los empaques tenían más especificaciones que la receta de bacalao de mi abuela.
Volteé al pasillo esperando que alguien pudiera ayudarme, pero los niños a mi alrededor se encontraban igual o más confundidos. Tiraban de las manos de sus mamás, con lágrimas de incertidumbre, ante la imposibilidad de escoger sólo uno.
Me decidí por el que prometía una larga duración de batería y me dirigí a comprar el regalo de mi hermana. Mientras en mi mente intentaba medir su cintura para no equivocarme con la talla de la falda, escuché la conversación madre e hija que cobraba vida a mis espaldas.
“¿Qué tiene de malo comprar un abrigo diferente al del año pasado?”
“Mamá, el fast fashion está acabando con el planeta. Además, es como la comida rápida. Después de disfrutarla y experimentar el rush de energía, te deja un mal sabor de boca”.
RING RING
Otra notificación de Pablo apareció en la pantalla de mi celular. Me negué a leerlo antes de conseguir un buen café.
Siempre me había gustado la Navidad, pero empecé por primera vez a entender a aquellos que nunca la habían disfrutado. Tal vez esta época del año era justo como la niña había descrito la moda rápida. Una festividad que nos trae la necesidad de endulzar todo, como si no existiera ya demasiada azúcar en el mundo y, además, gran parte de ella, falsa.
Tras escanear el código QR del menú, me pregunté si mi ex me estaría mandando mensajes por patán o por querer hacerse el bueno en Navidad. No sé cuál de las dos opciones preferiría que fuera cierta. No me molestaba que la gente quisiera ser generosa y amable, sino que tras quitar el árbol sus intenciones se esfumaran, porque la mayoría eran hipócritas.
Por costumbre, supongo, me sumergí en el mundo de redes sociales mientras esperaba mi café. Reaccioné con corazones a alguna que otra historia de mis amigas y pensé en lo raro que es que podamos guardar extractos de la vida de alguien más en nuestra galería virtual de Instagram. Me di cuenta de que sospechosamente, la mía estaba llena de reels de personas patinando sobre hielo.
Pablo y yo siempre decíamos que algún día viajaríamos a Nueva York para conquistar la pista del Rockefeller Center. Todos los jueves en mi casa lo planeábamos, nos aprendíamos los nombres de las calles que caminaríamos para llegar a aquellos lugares que deseábamos encontrar.
“Algún día”, susurraba a mi oído, mientras nuestros labios cruzaban fronteras.
No sé por qué, pero siempre me daba la sensación de que, al acercarme a él, otros muchos elementos besaban junto conmigo. Como si cargara en mi boca los prejuicios, las reglas y los estándares de la sociedad para depositarlos encima de las repisas de mi relación. Era como sentir esa presión que experimentas de adolescente la primera vez que te ofrecen un cigarro. La necesidad de ser feliz todo el tiempo, de no fracasar nunca y mostrar una vida ideal, del miedo al qué dirán si compartes tu dolor o tristeza. Justo como sucede si se te ocurre decir que no tienes ganas de celebrar la Navidad. Porque sí, vivimos en un mundo con tanta sed de felicidad, que hemos aprendido a sentirnos mal por hablar de emociones que no son “positivas”.
Me quedé embobada viendo videos de lagos congelados y pistas plateadas. Había algo en el movimiento del aire frío sobre la piel y el roce del filo sobre el hielo, que me hacía percibir cierta esencia de libertad. A lo mejor no guardé esas publicaciones porque quería patinar en Nueva York, sino porque de alguna manera el amor que había dentro de mi relación nunca se sintió libre, y verlos era mi forma de escape.
No puedo decir que Pablo nunca me quiso, o que no fue feliz conmigo, pero desde algún tiempo había empezado a percibir que en su mente existía la idea de que podía ser todavía más feliz. Como ese abrigo del que hablaba la señora en la tienda, siempre había una mejor opción.
Es como si el amor haya pasado a ser ese like en una foto, una palomita a la derecha en Tinder, una reacción en Instagram, como si quisiéramos, pero no nos atreviéramos. Estamos parados ante miles de opciones. Justo como los niños en la juguetería, la oferta ilimitada resulta en una insatisfacción constante. Interactuamos en un mercado que alienta a desechar y seguir con lo siguiente si nos aburrimos o hay fracturas, en vez de repararlas o darnos el tiempo de preguntarnos qué queremos y qué buscamos en una relación.
Supongo que sin importar cuánto intentemos o queramos, algunas historias simplemente no tienen un final feliz. Y eso, contrario a lo que pensaba, está bien.
El amor duele, eso no es exclusivo del siglo XXI, pero su función sería muy diferente si dejáramos de tenerle tanto miedo al sentir. Si dejáramos de huir para aprender y construir un amor libre, y una vida mucho más llena y complaciente que aquella perfecta e ideal que con tanta ansiedad deseamos encontrar en bandeja de oro.
“Te extraño”, decía el último mensaje de Pablo.
Mi última interacción con él fue la foto que le mandé del boleto de avión antes de despegar rumbo a Nueva York.
Por María Milo
IG: @mariaamilo
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