Las corridas de toros son polémicas y no conocen de puntos medios. Mientras que siempre habrá un apasionado bando que las defiende, quienes buscan prohibirlas contraargumentan con la misma intensidad.
Si bien la idea de prohibir la fiesta brava debido a las impactantes imágenes de toros o caballos ensangrentados y la preocupación por su bienestar se ha incrementado en años recientes, este tipo de esfuerzos no son nada nuevo.
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Desde el siglo 13, con la prohibición de los toros y los juegos de azar decretada por el rey Alfonso el Sabio, religiosos y políticos, filósofos y reyes, han manifestado su rechazo a la tauromaquia, considerándola un espectáculo inhumano, contrario a los designios de Dios e, incluso, como un hecho vulgar.
De hecho, una condena que calificaba a los juegos de azar y las corridas de toros como propios de vagos e impulsoras de los vicios, fue la primera disposición oficial en contra de este espectáculo.
Contra las corridas, excomunión
Siguiendo algunas de las tesis expuestas en el Concilio de Toledo de 1565, el Papa Pío V promulga lo que se considera la primera legislación en contra de las corridas de toros solo dos años después, considerando que la tauromaquia era muy desagradable a Dios.
“Esos espectáculos en que se corren toros y fieras en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver con la piedad y caridad cristiana. Y queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no de hombres sino del demonio, y proveer a la salvación de las almas, en la medida de nuestras posibilidades con la ayuda de Dios, los prohibimos terminantemente”, señala la bula De Salutis Gregis Dominci, promulgada por Pío V.
De hecho, la pena para aquellas personas que participaran o incluso solo asistieran a la corrida de toros era la excomunión inmediata y a perpetuidad, es decir, sin oportunidad de arrepentimiento ni siquiera en el lecho de muerte. Aún más, también condenaba a quienes usaban como pretexto las fiestas patronales para este tipo de encierros.
“Queda prohibido, por cualquier persona, colectividad o colegio, sobre tales corridas de toros, aunque sean, como ellos erróneamente piensan, en honor de los santos o de alguna solemnidad y festividad de la iglesia, que deben celebrarse y venerarse con alabanzas divinas, alegría espiritual y obras piadosas, y no con diversiones de esa clase”, detalla el documento.
Las presiones políticas de algunos de los sectores de la realeza hicieron que el Papa Gregorio XIII retirara la pena de excomunión, que volvió a ser impuesta por su sucesor, Sixto V, solo para ser cancelada definitivamente por Clemente VIII en 1596.
Desde entonces, las jerarquías católicas han mantenido la excomunión vigente solo para los sacerdotes, clérigos o religiosos que participen activamente en la fiesta brava, aunque han sido muy pocos los miembros de la Iglesia expulsados por este motivo en décadas recientes.
Sin sangre (real), ni arena
Los miembros de la nobleza fueron, durante siglos, los primeros impulsores de la fiesta brava. Siguiendo el ejemplo del emperador romano Julio César, muchos de ellos acostumbraban a participar activamente de ella.
Sin embargo, esto cambió con la Ilustración, al final de la Edad Media, cuando los reyes y emperadores empezaron a considerar el ejercicio de la tauromaquia como algo vulgar y propio de gente poco refinada.
En 1555, las Cortes de Valladolid hacen un exhorto al rey Felipe II, un consumado taurino, que prohíba la fiesta brava, petición que se repetirá en las Cortes de Madrid en 1567, pero ante las que el regente hará caso omiso.
Sin embargo, con la llegada al trono ibérico de los Borbones, en el siglo 18, comienza una serie de prohibiciones. La primera de ellas fue establecida en 1704 por Felipe V, a la que siguieron legislaciones llamadas pragmáticas, las cuales contemplaban sanciones graves para quienes persistieran en la actividad.
Sobre la tauromaquia, el antitaurino José Vargas Ponce, uno de los filósofos más reconocidos de la época, escribió: “es practicada por una juventud atolondrada, falta de educación como de luces y experiencias, los preocupados que la encarecieron sin hacer uso de la facultad de pensar, los viciosos por hábito, hambrientos siempre de desórdenes y, en una palabra, la hez de todas las jerarquías”.
Antes de las prohibiciones recientes en algunas comunidades autónomas de España, como Cataluña, el último intento por prohibir legalmente las corridas de toros se dio durante la época de la Segunda República, en la década de los 30, donde también se legisló sobre el tema.