Amanece en el Canal de Panamá. Un buque de bandera china espera su turno para cruzar las esclusas, cargado de contenedores rumbo del Pacífico al Atlántico. A miles de kilómetros al norte, la primera luz del día se refleja en la valla fronteriza entre México y Estados Unidos, recordando las tensiones persistentes con nuestro vecino.
Estas imágenes, distantes entre sí pero conectadas por un mismo hilo, ilustran el escenario geopolítico en que despierta América Latina: entre gigantes cuya influencia se siente en cada rincón, y con la aspiración latente de trazar un rumbo propio.
La llegada del presidente Donald Trump a un segundo mandato en la Casa Blanca abre un periodo potencialmente tenso para la relación entre Washington y América Latina. Sin embargo, los liderazgos regionales deben resistir la tentación fácil de la confrontación retórica. Por el contrario, una postura firme pero serena –pragmática en el fondo y respetuosa en las formas– permite enfocar lo esencial: defender los intereses de nuestros países sin dinamitar los puentes diplomáticos.
Estados Unidos sigue siendo un socio vital para la región. Basta recordar que México, junto a Canadá y China, es uno de los tres principales socios comerciales de EE.UU. Esa realidad obliga a encarar el vínculo con Washington con serenidad estratégica, reconociendo las oportunidades y los desafíos por venir.
Entre las oportunidades destaca el auge del nearshoring, la reubicación de fábricas de Asia a América, que podría traducirse en miles de millones de dólares en nuevas exportaciones.
Varios países de la región, incluido México, pueden atraer esas inversiones si ofrecen infraestructura sólida y mejoran su seguridad jurídica. Frente una administración en Washington que prioriza su interés en temas sensibles como la migración o la seguridad y además actúa con un estilo marcadamente transaccional, el pragmatismo es la mejor estrategia.
La relación de México con Estados Unidos es compleja: entrelazada por geografía y economía, pero también marcada por desencuentros.
No en vano resuena la frase atribuida a Porfirio Díaz: ¡Pobre México! Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos, reflejo de esa tensión histórica.
Ante el peso histórico de esa relación compleja con su vecino del Norte, se observa cómo diversos sectores de la sociedad mexicana, ven cada vez con mejores ojos el acercamiento con China.
Incluso, en conversaciones que he sostenido con dignatarios, intelectuales y empresarios en Argentina, Brasil, Colombia, y Chile, que son afines a las ideas del libre mercado, la tendencia es similar. Mi respuesta a estos intercambios, algunos públicos como el sostenido recientemente con mi colega en el Adam Smith Center for Economic Freedom en la Universidad Internacional de la Florida, el expresidente de México Vicente Fox, es que diversificar alianzas es necesario, pero no está exento de riesgos. Beijing se ha vuelto un socio clave y tentador contrapeso para América Latina, pero depositar demasiadas expectativas en la potencia asiática podría generar nuevas dependencias o compromisos desventajosos.
Mi posición es que debemos relacionarnos con China con los ojos abiertos y desde la autonomía; ni ingenuidad que lleve a dependencia, ni mentalidad de Guerra Fría que nos obligue a elegir bandos.
Cualquier acercamiento a China requiere cautela, exigiendo transparencia y condiciones justas, para evitar endeudamientos excesivos o ceder soberanía. A la vez, es prudente no apostarlo todo a un solo jugador: abrirse a China, sí, pero sin descuidar los lazos con otras economías y socios tradicionales.
La mejor posición para América Latina es no supeditarse a ninguna potencia, sino vincularse con todas de forma soberana y en beneficio mutuo.
De poco sirve culpar a factores externos: ha sido cómodo achacar al "vecino del norte" o a otras potencias europeas el dolor de las “venas abiertas de América Latina”, pero esa narrativa victimista no resuelve nada. La realidad es que muchos obstáculos al desarrollo latinoamericano son autoimpuestos. Corrupción, impunidad e inseguridad jurídica han frenado nuestro progreso más que cualquier decisión tomada en Washington.
En lugar de lamentos estériles, es hora de mirarnos al espejo y emprender las reformas postergadas.
El primer paso es fortalecer el Estado de derecho. Sin una justicia independiente capaz de frenar la corrupción y la impunidad, no habrá estabilidad ni inversión duradera. En paralelo, hacen falta reformas económicas que impulsen la productividad y la competitividad: desmantelar la maraña burocrática, eliminar privilegios y apostar por la educación, la innovación y el capital humano. La meta es liberar las energías de nuestras economías y ampliar la libertad económica, de modo que una región más productiva y abierta beneficie a sus ciudadanos y sea menos vulnerable a los vaivenes externos.
El desafiante contexto internacional puede ser un catalizador para que América Latina tome las riendas de su destino. La respuesta ante las presiones de los gigantes no debe ser ni la resignación sumisa ni la confrontación estéril, sino una proactividad inteligente basada en principios y con visión de largo plazo. Si avanzamos con determinación en el fortalecimiento de nuestras instituciones democráticas, del Estado de derecho y de la libertad económica, ninguna política hostil externa podrá descarrilar nuestro camino. Por el contrario, una América Latina unida, libre y segura de sí misma será un aliado respetado para cualquier potencia, relacionándose de igual a igual.
Ha llegado la hora de que la región actúe con autonomía estratégica, sin caer en juegos de suma cero. Esto no implica aislamiento sino la capacidad de entablar relaciones con todas las naciones defendiendo nuestros valores, nuestras instituciones y nuestro lugar en el mundo. América Latina tiene el talento y los recursos, y la coyuntura es propicia para demostrarlo. Entre gigantes, nuestra región puede y debe navegar con rumbo propio.
Por: Félix Maradiaga
Presidente de la Red Liberal de América Latina
@RELIALred
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