Nunca antes habíamos tenido tantas palabras, tantas formas de decir y nombrar, y un abismo tan profundo entre la realidad y las narrativas.
Vivimos en la era del discurso. Nunca antes habíamos tenido tantas palabras, tantas formas de decir, de nombrar, de construir narrativas. Y, sin embargo, el abismo entre lo que se dice y lo que se hace parece hacerse más profundo cada día.
Marzo, el mes de la mujer, nos lo recordó con fuerza. Por un lado, escuchamos poderosos mensajes sobre inclusión, equidad, reconocimiento y empoderamiento. Por otro, recibimos la devastadora noticia de la existencia de centros clandestinos de cremación, trabajo forzado, y miles de personas desaparecidas -en su mayoría mujeres- cuyos casos siguen sin justicia. En paralelo, la narrativa oficial continúa hablándonos de avances, de conmemoraciones, de discursos que adornan, pero no transforman.
Este año, la marcha del 8 de marzo rompió récord: más de 200 mil mujeres salieron a las calles a exigir justicia, a hacerse visibles, a gritar lo que aún no cambia. Y, aun así, no se siente que llegamos todas. Faltan las que ya no están. Faltan las que el miedo, la desigualdad o la exclusión siguen dejando fuera. Faltamos incluso algunas que, aunque presentes, nos sentimos divididas entre el impulso de mostrarnos y la presión de encajar.
Y aquí emerge la paradoja: el discurso como herramienta de transformación, pero también como maquillaje de la realidad. ¿De qué nos sirve una narrativa poderosa si no hay acciones que la respalden? ¿Cómo aspirar a la verdad, si la palabra se convierte en estrategia más que en compromiso?
La pregunta más incómoda es ésta: ¿qué tan congruentes somos nosotros mismos?
Exigimos integridad de las instituciones, pero ¿la practicamos en lo cotidiano? Queremos justicia, pero ¿vivimos en verdad? Pedimos coherencia a nuestros líderes, pero ¿la sostenemos en nuestras relaciones, decisiones, acciones?
Las redes sociales amplifican esta disonancia. Son el escaparate perfecto para presumir vidas, relaciones, cuerpos y éxitos que muchas veces no son reales. Publicamos frases de amor propio mientras nos comparamos en silencio. Hablamos de autenticidad mientras filtramos hasta el último detalle. Queremos pertenecer a un mundo que premia la apariencia por encima del alma, y en el intento, nos perdemos.
Especialmente para las mujeres, este sistema patriarcal -que se disfraza de equitativo- sigue dictando reglas invisibles: cómo vestir, cómo hablar, cómo ser fuertes pero no demasiado, suaves pero no débiles, exitosas pero no amenazantes, bellas pero naturales, inteligentes pero discretas. Y también juzga sin tregua a quienes no han sido madres, como si la plenitud sólo fuera posible a través de la maternidad, como si nuestra valía tuviera fecha de caducidad.
Hoy más que nunca, la comunicación debería ser una herramienta de conciencia, no de manipulación. Una práctica viva que nace de la congruencia interna y se refleja en nuestras elecciones diarias. Porque solo desde ahí -desde lo íntimo, lo honesto, lo real- podemos exigir lo mismo afuera.
El reto no está solo en cambiar el discurso de los otros. Está en empezar por el propio. En dejar de repetir lo que suena bien, y comenzar a vivir lo que es verdadero.
POR MÓNICA CASTELAZO
EXPERTA EN COMUNICACIÓN, MARCA PERSONAL Y ASUNTOS CORPORATIVOS
X: MONICACASTELAZO
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