En cualquier deporte, el árbitro nunca es el popular o el que recibe más porras. Por el contrario, siempre es objeto de cuestionamientos que van desde lo más simple hasta los más grandes insultos. Lo mismo sucede con las personas juzgadoras. Al encargarse de resolver el conflicto entre dos personas es, por su naturaleza, imposible quedar bien con ambas partes. Ni con Dios ni con el diablo.
Por ese motivo, la impartición de justicia es una de las actividades más complejas a nivel social. A lo largo del tiempo, su función ha sido considerada una de las menos democráticas. Me explico, las mayorías en los Congresos (encargados de hacer las leyes) son quienes configuran el sistema legal, reconocen derechos, los garantizan e incluso los limitan; todo ello, en representación de quienes los eligieron por considerar que esa era la voluntad de las y los votantes al darles su representación a través del voto.
A la par del respeto por la voluntad mayoritaria, es indiscutible que hay un riesgo de pasar por encima de las minorías, quienes históricamente han sido poco representadas en legislaturas mayoritarias. Resultaría ridículo pensar lo contrario, pues basta recordar que en 1916-17, la mayoría del Constituyente decidió, como decisión de la voluntad popular, negar el derecho al voto a la mujer. Es decir, se atropellaron los derechos de una minoría negándole la posibilidad de participar en la democracia.
Ejemplos como el anterior se replicaron por todo el mundo. Recordemos que en la Alemania nacionalista una mayoría decidió el exterminio de los judíos.
Frente a ese escenario, la doctrina ha señalado que las personas juzgadoras ejercen una actividad que podría considerarse “antidemocrática” pues precisamente su función es proteger los derechos de una minoría en contra de las voluntades mayoritarias. A manera de ejemplo, el matrimonio de personas del mismo sexo, derechos reproductivos, protección a comunidades indígenas, entre otros ejemplos. Gracias a las personas juzgadoras se han desarrollado derechos que las minorías tenían restringidos.
La reciente reforma judicial presenta como uno de los principales retos obtener el voto popular, es decir, de una mayoría. Sin embargo, ello no debe verse como una contraposición a lo que históricamente se nos ha enseñado, que los jueces hablan a través de sus sentencias, sin importar la opinión de los demás, pues su única función es juzgar, ser el árbitro y no el jugador estrella.
Por el contrario, otorga al Poder Judicial la oportunidad de reivindicarse con el pueblo y abre una nueva oportunidad de reflexionar sobre la necesidad de evolucionar a un sistema jurídico que evoca una mayor participación popular y al mismo tiempo debe mantener el carácter de protección de las minorías, de esas que pocas veces tienen acceso al voto y que sus voces durante siglos no han sido escuchadas.
Las y los nuevos juzgadores deberán desempeñar un complicado papel donde el derecho como ciencia acate un carácter mucho más social y menos rígido, lo que únicamente puede lograrse a través de dos ejes, el de la profesionalización y el de la sensibilización; es decir, juzgadores preparados, con experiencia en la difícil tarea que se les ha de encargar, pero con un amplio sentido social para superar las desigualdades históricas que imperan en nuestro sistema. Habrá que hacer de la justicia el único estandarte y en la búsqueda de la popularidad, saber que las minorías no pueden ni deben quedarse atrás.
La labor de las y los nuevos jueces será mayúscula, equilibrar las condiciones de justicia en una sociedad que durante décadas solo ha volteado a ver a los de arriba, en la que la igualdad sólo existía en el discurso y no en las realidades. Hoy es tiempo de que las minorías tengan un acceso real a la justicia.
POR MARIANO DÁVALOS DE LOS RÍOS
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