Cuando Claudia Sheinbaum evocó en su mañanera esta frase de Lao-Tse, lo hizo en alusión a la grandeza del pueblo mexicano, pero necesariamente nos debe hacer recordar algo fundamental: el verdadero poder emana del servicio, no del privilegio. Esa misma sabiduría milenaria que hoy resuena en discursos oficiales debería reflejarse en la transformación de nuestras instituciones.
Resulta paradójico, cuando no indignante, que mientras se exaltan estos principios humanistas, persistan anacronismos como el fuero político. El reciente caso fallido de desafuero contra Cuauhtémoc Blanco no hace sino evidenciar esta contradicción fundamental: en pleno siglo XXI, seguimos manteniendo resortes jurídicos que crean ciudadanos de primera y segunda clase.
El fuero no es, como algunos pretenden hacer ver, un instrumento para proteger la función pública. En la práctica, se ha convertido en un blindaje que corroe tres pilares esenciales de cualquier democracia real: la igualdad ante la ley; la rendición de cuentas; y la confianza ciudadana en sus instituciones.
Desde esta trinchera hablamos constantemente de solidaridad como elemento de cohesión social, pero ¿qué solidaridad puede existir cuando las reglas no son iguales para todos? El acto de desafuero, siendo un mero trámite político para igualar condiciones procesales, ni siquiera debería ser necesario en un sistema maduro. La solución no es perfeccionar mecanismos de excepción, sino eliminarlos. Que todo servidor público, sin distingo, responda directamente ante la justicia ordinaria por sus actos. Esto no es radicalismo, es un deber de integridad espiritual de cualquier democracia que se pretenda seria y justa.
Mientras el fuero exista, seguiremos teniendo una democracia de doble rasero. Y eso, es la antítesis de la verdadera grandeza, ya que truncar un proceso de desafuero es deshonrar a la memoria. Esto es simple: la memoria, cuando es auténtica, no olvida. Así, no olvidan quienes luchan cada día sin privilegios, quienes trabajan en silencio mientras otros, desde sus cargos, se alejan de su verdadera razón de ser. Quienes gozan de fuero olvidan el rostro de aquellos que les dieron su confianza. El agradecimiento verdadero no es una palabra vacía, es compromiso, es humildad, es evitar que el poder nuble la memoria. Cuando se olvida de dónde se viene, cuando los privilegios opacan el sentido de justicia, se traiciona no solo un deber, se rompe el vínculo de gratitud que une a un representante con su pueblo. La verdadera grandeza está en lo que se devuelve. Por esto, que la memoria del corazón nos recuerde siempre que el poder no es un privilegio, sino una responsabilidad; no un botín, sino un compromiso. Porque solo cuando se representa y actúa con humildad y gratitud, la autoridad se convierte en un verdadero servicio.
POR DIEGO LATORRE LÓPEZ
@DIEGOLGPN
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