Que uno de los museos mexicanos más bonitos sea anfitrión de la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado es de esas cosas que uno no se debe perder. Casi es un diálogo semiótico entre piezas de la complejidad estética de Coatlicue y las impresionantes fotografías de naturaleza que llenan de vida y aura las raíces del recinto.
En la fotografía actual, donde la tecnología coludida con la inteligencia artificial hace posibles imágenes bellas sí, pero huecas, al golpe de un click o de un comando, contemplar parte del camino recorrido de uno de los fotógrafos más importantes de la historia es otro boleto. Su importancia radica en una producción extraordinaria de fotografías que a primera vista impresionan por su destreza técnica, a segunda nos permiten asomarnos a lugares impensables a donde llegan los suspiros más hondos. Sus imágenes lo mismo se cuelgan en las galerías más grandes del mundo, se venden en impresionantes fotolibros o se convierten en rostro de campañas internacionales.
A través de su técnica impecable logra imágenes preciosistas, cualidad que irónicamente ha dejado caer sobre su cabeza la guillotina moral de la acusación en torno a la estetización de la miseria, una crítica que solo ha servido como abono de un terreno en el que sigue floreciendo un discurso visual cada vez más profundo.
Con cada proyecto de largo aliento, desde el desierto hasta la jungla, de la angustia laboral a la belleza de la naturaleza, Sebastião se introduce en la esencia del lugar y hace comunidad como los antiguos viajeros, no va por ahí con ojos de turista arrancando poses como hoy abunda. Sus fotografías son razón y consecuencia de su espíritu explorador, que cultiva con paciencia. Salgado es, desde su vocación, un contador de historias que vive cada una de ellas para atrapar fragmentos que perduran en la memoria, que rompen y fascinan como solo el buen arte lo puede hacer.
POR CYNTHIA MILEVA
EEZ