En la mitología clásica es recurrente citar como ejemplo del esfuerzo vano y estéril la historia del tormento de Sísifo. Él se caracterizaba por soberbio y falto de piedad, lo que justificó que Zeus lo castigara de modo igualmente impío: subir una inmensa roca cuesta arriba y que, a punto de alcanzar la cima, el monolito rodara hacia abajo. Este proceso se repetiría por toda la eternidad. En suma, se cristalizó el esfuerzo incesante, pero inútil.
Es un hecho que, con todo y a pesar de todo, la reforma judicial terminó en el texto constitucional. Sin adelantar posicionamientos respecto a las impugnaciones que se han interpuesto, me parece importante abordar la parte de la implementación de la reforma, la cual, por su generalidad y deficiente regulación transitoria, deja muchas lagunas que colmar.
Primero que nada, quienes confeccionaron la reforma se reconocieron omnicomprensivos e infalibles, pues estimaron que su implementación debía interpretarse en sentido estrictamente literal, ni siquiera resultando aplicable la analogía o una interpretación extensiva. Se ignoró lo que bien señalaba Hart: “los legisladores no son dioses” y el “lenguaje normativo es de textura abierta”.
En otro aspecto, y por respeto al pueblo de México, le convendría al legislador ordinario, tanto federal como a los locales, construir una legislación secundaria lo más robusta posible que cumpla con dos funciones que el caso exige. Por un lado, la legislación de una normativa secundaria que colme con suficiencia las lagunas y contradicciones que tiene la reforma, de tal modo que se complemente lo que pretendió -se suponía- decir el Poder Reformador de la Constitución.
También, dicha legislación secundaria debe ser lo suficientemente específica para darle logística a la implementación de la reforma; dicho de otro modo, que se logre aterrizar en forma concreta cómo se va a ejecutar aquélla: desde la preparación del proceso electoral, sus implicaciones, el momento electivo de las personas juzgadoras, la creación de las nuevas instituciones judiciales y hasta el funcionamiento propiamente dicho de jueces, magistrados y ministros.
Adicional a ello, se debe revisar un cúmulo de leyes previas a la reforma, para detectar los rubros en que contradigan lo establecido en la norma constitucional, como es la situación actual y que, de ser literales, llevarían en este momento a una disfuncionalidad del Poder Judicial.
Finalmente, el tiempo parece ser el enemigo de que se obtenga una legislación secundaria aceptable y que cumpla con las finalidades antes referidas. Los tiempos marcados en los transitorios de la reforma sólo reflejan la prisa inexplicable –o explicable por motivos mezquinos– sin dan margen suficiente para que las autoridades legislativas, electorales y judiciales puedan lograr un objetivo deseable: un aparato normativo robusto que calce la naturaleza inestable de la nueva reforma constitucional.
Sin embargo, a pesar de estas realidades, impera el temor a disgustar el mandato de los últimos días y el temor de no complacerlo con una reforma que –como la piedra del mito– por más que se pretenda acarrear, se estampa con la realidad antes de llegar a la cima. No le faltaba razón a Albert Camus cuando calificaba al mito de Sísifo como una filosofía del absurdo: el suicidio del esfuerzo humano.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA CARRANCÁ
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
PAL