A pesar de sus altas y bajas a lo largo de su historia –bajas como las que hoy vive, por cierto– la Suprema Corte de los Estados Unidos es una institución de referencia para todas aquellas personas que se dedican al Derecho. Los votos de algunos de sus integrantes, como John Marshall, Oliver Wendell Holmes y Earl Warren son materia de estudio obligado en las universidades del mundo occidental.
A esta lista habría que añadir el nombre de Ruth Bader Ginsburg (1933-2020), segunda mujer que ocupó uno de los nueve asientos en este poderosísimo tribunal.
Conocida por sus iniciales –RBG–, desde niña padeció de distintas formas de discriminación en su natal Nueva York. A veces, por ser mujer; a veces, por ser judía y, a veces, hasta por ser zurda. Esto contribuyó a convertirla en una acerba defensora de la igualdad de género y los derechos de la mujer.
Estudió en Harvard y en Columbia, donde se graduó con honores. Antes de ser nombrada justice de la Suprema Corte, ya daba clases y había impulsado la sección de derechos de la mujer dentro de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. Como abogada litigante, presentó algunos casos exitosos ante la propia Corte.
Uno de éstos generó la sentencia Frontiero vs Richardson (1973), donde la Corte determinó que, dentro de las Fuerzas Armadas, hombres y mujeres tenían derecho a los mismos subsidios. En Weingberger vs Wiesenfeld (1975), logró que la Corte autorizara subvenciones de viudez… para varones.
Su lectura de El segundo sexo, de Simone de Beavoir, la había convencido de que la igualdad debía expresarse en las leyes y decisiones judiciales, más allá de la retórica. Quiso hacer por las mujeres lo que el justice Thurgood Marshall había hecho por los afroamericanos.
Por eso, cuando a sus casi 60 años, fue designada integrante de la Suprema Corte, apoyó el derecho a interrumpir un embarazo no deseado, impulsó los derechos de la comunidad LGBT y se opuso a la pena de muerte.
Le desesperaba constatar que algunos de sus colegas ni siquiera advirtieran la discriminación y la brecha entre sexos. Se esmeró, por ende, en que sus resoluciones no tuvieran un carácter abstracto sino que beneficiaran a la población de forma concreta. Las sentencias de la Corte que ella inspiró cambiaron un sinfín de normas y prácticas donde primaba el machismo.
Explicó sus votos particulares –aquellos en los que ella no estaba de acuerdo con la mayoría– con tono didáctico y, más de una vez, cuando sus colegas conservadores no la apoyaron en casos de migrantes o de la educación de personas afroamericanas, los hizo ver anquilosados y anacrónicos.
La película La voz de la igualdad y el documental La jueza (2018), nos acercan a la vida de esta mujer excepcional, que defendió la libertad y la equidad de género a golpe de sentencias judiciales. Fue una mujer que, sin duda, hizo una diferencia a la hora de entender que hombres y mujeres son iguales ante la ley.
POR GERARDO LAVEAGA
PROFESOR EN EL DEPARTAMENTO DE DERECHO DEL ITAM
@GLAVEAGA
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