El pasado 4 de julio, Reino Unido celebró una jornada electoral en la que el partido laborista tuvo un triunfo contundente. El nuevo primer ministro, Keir Starmer, gobernará con una amplia mayoría (412 de 650 escaños en la Cámara de los Comunes), mientras los “tories” obtuvieron su peor derrota en décadas.
Sin embargo, este resultado debe interpretarse más como producto del desencanto ciudadano acumulado que como un mandato entusiasta en favor de la oferta política laborista. El descalabro histórico de los conservadores marca el final de un ciclo de 14 años que incluye episodios como la equivocación de David Cameron con el “Brexit”, los escándalos de Boris Johnson, la desastrosa gestión económica de Liz Truss y la incapacidad de Rishi Sunak para darle viabilidad al gobierno.
Hay un contraste inevitable con el optimismo y las expectativas que acompañaron a Tony Blair cuando, hace casi tres décadas, regresó a su partido a Downing Street, también tras un prolongado dominio “tory”. Un momento que, además, empató con la reelección de Bill Clinton en Estados Unidos (la primera vez que un demócrata logró ganar un segundo término desde Franklin D. Roosevelt), creando un poderoso entendimiento trasatlántico de fuerzas liberales.
De hecho, esta vez la mayoría parlamentaria en Westminster es más una consecuencia de las reglas de asignación de escaños que un reflejo de la voluntad popular: el laborismo obtuvo apenas 34% de la votación. En sondeos recientes (YouGov, 2024), sólo uno de cada tres británicos tiene una opinión favorable de su nuevo primer ministro; apenas cuatro de cada 10 consideran positivo que Starmer haya obtenido mayoría absoluta, mientras que 35% están “decepcionados” o “consternados”.
En el fondo, la pasada elección ilustra el proceso de erosión de los partidos históricos y del distanciamiento del sistema político de su centro de gravedad institucional hacia los extremos, donde no es posible construir consensos. Buena parte de los votantes conservadores tradicionales, por ejemplo, parece haber dividido sus simpatías entre Reform UK, encabezado por el populista de derecha Nigel Farage, y los liberales demócratas, que se convirtieron en la tercera fuerza.
Se trata de un síntoma compartido en los procesos electorales de todo el mundo: la institucionalidad decepciona, pierde legitimidad social y va cediendo espacios que eventualmente son ocupados por liderazgos populistas o alternativas radicales. Las campañas están dominadas, cada vez más, por temas inherentemente polarizados, con poco margen de debate, que “premian” electoralmente los discursos extremistas en detrimento de las razones: tanto los asuntos internos, tales como la definición de la política migratoria, así como otros que provienen de agendas que se han globalizado, como la posición personal de un candidato respecto al conflicto en Gaza.
En ese contexto, la victoria laborista es un exitoso pero frágil paliativo temporal con escasas posibilidades de revitalizar, por sí mismo, la política institucional, dialogante y conciliadora que aún ha logrado sostener el entramado democrático de Reino Unido. La reconfiguración del sistema político británico podría abrir espacios para los radicalismos que hasta ahora han logrado contenerse. Fenómenos como la inmigración, los cambios demográficos, las crisis económicas y el desencanto generalizado con los partidos tradicionales son factores de riesgo para el futuro de la democracia parlamentaria más antigua del mundo.
POR CLAUDIA RUIZ MASSIEU
SENADORA DE LA REPÚBLICA
@RUIZMASSIEU
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