Hay un chiste popular que cuenta la historia de un hombre que elige hasta el mismito infierno sólo porque sucumbió a la publicidad engañosa de su campaña electoral. Un chiste de humor negro que entraña la costumbre mexicana de relacionar la política con el engaño.
Lo que parece irónico en el oficio tan denostado de la política mexicana es que el engaño comience incluso desde que los futuros gobernantes son apenas aspirantes a su cargo. Me refiero al periodo propagandístico de promesas de caramelo y un manejo de imagen maquillado.
A unos días de que terminen estas campañas electoreras en el país, la fotografía oficial no faltó en la viralidad del proceso. Que si se les pasó la mano en el retoque de las fotografías dejando a los candidatos más güeros, más delgados o con cutis de jovencillos. Que los memes. Que si esto, que si lo otro.
Todas estas imágenes, que forman parte de un marketing político al que estamos muy aclimatados, han sufrido de una especie de transparencia en los últimos años y no precisamente al cambio de color en el poder, sino a la coincidencia con la avalancha asequible de cámaras y su capacidad de reproducción.
Desde la pasada administración de Peña Nieto vislumbramos el poder de la imagen fragmentaria de un teléfono, en manos de cualquier ciudadano, desquebrajar la formalidad de un político. Ahora, por ejemplo, la sobreexposición visual de López Obrador, que ha desatado por simpatía o por antagonismo, ha sacado a la figura presidencial de esa corrección política encorsetada de discursos aprendidos.
Esta nueva forma de ver a los políticos a través de miles de “ojos virtuales” es una construcción social que en su transparencia revela hasta las infamias más insignificantes, como el de una precandidata presidencial sacarse el chicle de la boca para pegarlo en la silla.
POR CYNTHIA MILEVA
EEZ