H. L. A. Hart señalaba con sentido común que, “los legisladores no son dioses”, frase con la que he comenzado otros artículos que El Heraldo me ha permitido publicar. Pero que, en esta ocasión, utilizaré para justificar racionalmente la labor interpretativa de las personas juzgadoras frente a la idea equivocada de la omnisciencia parlamentaria.
Hart esgrime dicha frase lapidaria basado en la importancia que el lenguaje tiene en la creación jurídico-normativa. Al decir de Ludwig Wittgenstein, de quien en buena medida Hart se respalda, el lenguaje es una actividad, un proceso que se mantiene vigente y actualizado. En un primer momento, todas y cada una de las palabras que el legislador plasma en las normas del Derecho le ayudan a establecer un significado que, por un lado, precisa el alcance de lo que se quiere regular y, por otro, discrimina o excluye todo aquello que no significa lo que el legislador quiere.
Sin embargo, si como Wittgenstein estimamos que hay un juego del lenguaje, entonces el significado primigenio de la norma jurídica debe ser consistente y coherente con la realidad de una sociedad viva a la que está destinada dicha regla. Es lo que Hart llama la textura abierta del Derecho, en ella confluye un lenguaje jurídico –el de las normas– y un lenguaje moral –no en un sentido ético individual, sino en uno que exprese los valores de la comunidad–.
En ese proceso de actualización o de presente permanente, si se vale la expresión, es una encomienda que le corresponde ya al juzgador. Esto es, el legislador deja constancia de su obra parlamentaria al plasmarla en leyes y códigos con todo un significado lingüístico. Pero al momento de aplicar el constructo legislativo puede suceder –lo cual es más común de lo que parece– que sea necesaria la interpretación del lenguaje jurídico para emparejarla con ese lenguaje moral (aunque siempre en el marco de derechos fundamentales, por lo menos eso sucede o debería suceder en un Estado democrático).
Pero pongamos algunos casos. Por supuesto, cuando en 1928 se redactó y aprobó la magna obra del Código Civil Mexicano se comprendía jurídica y moralmente –en el sentido de Wittgenstein– que el matrimonio era implícita y explícitamente la unión de “un hombre y de una mujer”. Al inicio de la dos primeras décadas del siglo XXI, en todo el mundo el juego del lenguaje incidió para darle un significado al concepto del matrimonio civil como la unión de “dos personas”, en las que el género o el sexo no fueran determinantes en términos discriminatorios.
Un caso más dramático. En España en 2007 se dio una situación insólita: existía una norma jurídica que prohibía que los menores de edad donarán órganos; sin embargo, se dio el hecho por el cual una joven de 17 años dio a luz a una bebé con problemas graves de salud que exigía la donación de parte del hígado y la única compatibilidad médica era la que existía entre madre e hija. El lenguaje jurídico del legislador era claro, le estaba prohibido hacerlo a la madre por ser menor de edad. El lenguaje moral que le corresponde a la jurisdicción permitió interpretar a un juez en Sevilla la permisión para que se efectuara la donación necesaria.
Comprender, respetar y reconocer la labor de interpretación de las y los jueces, evita que se den falsas alarmas de que los juzgadores “legislan” sin respaldo democrático, pues no hacerlo sólo fomenta la hoguera de los malentendidos políticos productos del desliz o de la ignorancia injustificable.
POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA
MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
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