Debo confesar que yo también he caído en la tentación de participar en concursos fotográficos y, aunque no me ha ido mal, soy consciente de la controversia que suele haber alrededor de ellos.
En estos días de concursos democráticos o dedocráticos y la noticia de que “el Tío Richie” ofreció 50 mil pesos a quien publique la fotografía más bonita de un árbol de jacaranda, desató el color violeta en las redes sociales, capturando el espectáculo natural que cada año disfrutamos principalmente los chilangos, la floración del sakura mexicano.
Un premio gordo es la promesa que mueve el ánimo de profesionales, amateurs o instadictos a enviar su mejor foto y chicleypega. Aunque son varios los puntos frágiles de estos concursos como su vinculación a intereses comerciales o publicitarios, los cuestionables parámetros para calificar qué foto es mejor, los favoritismos o los sesgos e influencias externas que empañan los resultados, la oportunidad de ver públicamente el interés por capturar la mejor imagen es disfrutable.
Las anécdotas que surgen son muchas y estas líneas pocas, pero una muy actual es la del fotógrafo Boris Eldagsen, quien ganó una categoría del Sony World Photography Award con Pseudomnesia: The Electrician, para luego autodenunciarse y renunciar al premio, confesando que había sido hecha con IA, acto que puso en jaque los criterios de evaluación y que fue sofocado por los responsables del concurso. Otra victoria, esta vez en sentido contrario, de Miles Astray, quien inspirado por el antecedente de Boris, metió, con toda la intención, su fotografía FLAMINGONE, hecha a la manera tradicional digital, en la categoría de IA de los 1839 Awards para demostrar el poético revés del ojo humano versus el algoritmo de un programa y, por supuesto, la dificultad para distinguir entre una y otra.
POR CYNTHIA MILEVA
EEZ