Washington, D.C.- Escribo esta columna alrededor del mediodía del lunes. La atmósfera electoral en la capital estadounidense, bastión del Partido Demócrata, se puede describir con tres brochazos. Por un lado, están los autodenominados “nocivamente optimistas” que aseguran que Kamala Harris está cerrando con las últimas tendencias a su favor; por el otro, los que yo llamaría los “traumados del 2016”, que ven venir un escenario como el de aquel año, en el que Trump pierde el voto popular (VP) pero gana en el Colegio Electoral (CE); y, por último, quienes insisten en que “es un volado” y están resignados a la incertidumbre por lo cerradas que lucen las encuestas en los estados donde está más pareja la competencia (dentro del margen de error, pues).
Quisiera ser de los primeros, pero ya lo fui en 2016 (con Hillary Clinton); así es que ahora en 2024 me ubico, más bien, a medio camino entre los segundos y los terceros (quizá un poco más de los terceros, de hecho). Y es que ésta podría convertirse en una de esas elecciones que se definen por una distancia realmente minúscula en el CE. El estado crucial es Pennsylvania, cuyos 19 asientos pueden hacer toda la diferencia. Si de los 7 estados que lucen más disputados, Trump se llevara Arizona, Georgia y Carolina del Norte, acumularía 262 asientos en el CE; si Harris se impusiera en Nevada, Wisconsin y Michigan, tendría 257. Si él se alza con el triunfo en Pennsylvania, el resultado sería 281 contra 257 (un margen de 24); si lo hiciera ella, sería 276 contra 262 (un margen de 14).
La única elección que se ha definido por un margen más pequeño desde 1964 (cuando el CE adquirió su composición actual de 538 asientos) fue la del año 2000, cuando George W. Bush se impuso contra Al Gore por una diferencia de apenas 5 asientos.
Que las encuestas estén tan cerradas y que la diferencia, al final, pueda ser tan reducida, bien podría implicar que el martes por la noche las proyecciones estén “too close to call” o que se presenten recursos legales para pedir reconteos, de modo que no haya manera de “cantar” con claridad quién ganó. No es un escenario deseable, desde luego, pero dadas las circunstancias luce probable. La batalla político-legal que se desencadenaría en consecuencia sería feroz.
Tal y como ocurrió en el 2000, por cierto, con el recuento que se peleó en Florida. En aquel entonces, pasó poco más de un mes entre la jornada electoral y la sentencia de la Suprema Corte de Justicia que puso punto final a la disputa. La decisión fue muy polémica, pero Al Gore la acató inmediatamente.
Es difícil imaginar que algo similar ocurriera este año, especialmente si la decisión no beneficia a Donald Trump. También cuesta trabajo suponer que una corte tan mayoritariamente conservadora como la que hay hoy en Estados Unidos fallaría en su contra (aunque el conservadurismo que controla la Corte no necesariamente está bajo las órdenes de Trump). Sea cual sea el desenlace, la democracia estadounidense está por enfrentar un desafío inédito: una segunda presidencia de Trump o una segunda ocasión donde no admita su derrota.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@CARLOSBRAVOREG
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